viernes, 18 de julio de 2014

Cosas que no voy a hacer

    A partir de mañana, no sé muy bien qué voy a hacer de provechoso en esta vida, pero si hay algo de lo que estoy segura es de todo lo que NO voy a hacer. Probablemente no les interese lo más mínimo, pero yo se lo cuento, de todas formas. 

   No voy a poner el despertador para despertarme; y así le hago caso a mi amiga Ruth, que dice que está científicamente probado que las personas que se despiertan cada día de su vida con el despertador, mueren más jóvenes. Si acaso lo pondré para salir a correr mis siete kilómetros mañaneros, que son la única corvea que me impongo para poder zamparme luego una docena de churros con el café servido en el vaso de la caña, esa aberración hostelera que a mí me encanta y que consiento sólo una vez al año y en un lugar andaluz de cuyo nombre sí quiero acordarme. O quizás ponga el despertador para, como decía un amigo de uno de mis abuelos, lecvantarme pronto y así, estar más horas sin hacer nada.

   No voy a pasarme las horas muertas en un atasco de tráfico porque a partir de mañana, voy a ser peatona sin prisas, ciclista eventual y conductora de carreteras secundarias. Voy a asentar mis posaderas en la arena de la playa, en la mesa del chiringo de Antonia  o en la terraza del bar de Pepe (no doy más explicaciones) y de tales sitios me tendrán que sacar con grúa! Y haré como dice la canción de Cecilia (hay alguien que se acuerde de ella? ) imposible de encontrar en Youtube' 
"Andar como un vagabundo
sin rumbo fijo sin meta
a vuelta de veleta
al soplo de viento al azar...el caso es andar"
No me pertenece el paisaje
voy sin equipaje por la noche larga
quiero ser peregrino
por los caminos de España"

   No voy a ser la persona intensa y enfurruñada que tantas veces soy durante el invierno. Aunque a veces mis cohabitantes dicen que no tengo remedio y que cundo igual durante las cuatro estaciones del año, yo sé positivamente que en verano, y en ciertas situaciones, como la que empieza mañana, soy mucho menos dura de pelar. 

   No voy a coger un avión de Malaysian Airlines...ustedes ya supondrán por qué. Ni voy a ir a un sitio lejano y exótico donde tenga que montarme en uno de esos aviones que se caen sin que luego nadie los encuentre. Tengo que volver a España para que suba el PIB gracias a los turistas extranjeros como yo, es un deber patrio y en mi caso,  una medicina; en verano necesito el calor metereológico y el calor de mis amigos y parientes para después hacerle frente al invierno.

No voy a mandar cartas a los directores de los periódicos (que me encanta) ni voy a estudiar por las
 noches la tabla periódica ni los verbos irregulares, ésto último, cortesía de mis escolares, que son estudiantes aplicados y me libran de ello los veranos. Quizás tampoco escriba tan a menudo en este blog como quisiera, porque me voy a un lugar sin wi-fi y sin ordenador; les aseguro que existen lugares tales. 

   Ya se habrán hecho una idea de a dónde se dirigen mis pasos. Voy "a un lugar que se llama las vacaciones", como decía mi hija cuando era muy chiquitilla...y qué razón tenía! Las vacaciones no son sólo un derecho del trabajador, son además un lugar en el mundo (aunque sea a la vuelta de la esquina) y un estado de ánimo, un bálsamo para el cerebro y un paréntesis en la carrera  frenética de nuestra existencia. Quien diga que no las necesita, lo siento, es que no trabaja lo suficiente. Yo sí, y además saben ustedes qué? Que me las merezco.
   

martes, 15 de julio de 2014

Selfies, autofotos, autorretratos y autobombo

    Nunca me he hecho un selfie, o autofoto, como le gusta decir a los puristas. Si me lo permiten ustedes, y sé que tengo entre mis lectores a muchos puristas, voy a dejar lo de "selfie", porque me hace más gracia el término; autofoto me suena como  a multa de tráfico.

    Como iba diciendo, nunca me he hecho un selfie porque no me he encontrado nunca en una situación en la que lo que aparecía detrs de mí fuera digno de propagar a los cuatro vientos de Facebook, que es donde aparecen los selfies; o en Twitter, que no tengo. Algo que no le ocurrió al memo que se hizo la foto el otro día en plena carrera de los Sanfermines, que traía detrás de él y se fotografiaba con un par de pitones de padre y muy señor mío que no le hubiera estado mal empleado que se le ensartaran allá por donde más duele. Creo que salió del lance con una multa de tres mil euros, algo es algo; aunque la tontería a veces se merece una buena cornada en las partes pudendas más que una estocada al monedero. 

    Me parece que no soy carne de selfie porque no voy nunca a grandes conciertos ni espectáculos de masas, me agobian las multitudes, nunca voy a escuchar a los políticos en sus mítines, ni a partidos de fútbol ni a fiestas nocturnas, ni a la Plaza de San Pedro a saludar al Papa, así que ya me dirán qué sentido tiene hacerse un selfie con una vida tan sosa como la mía. Y  a esto se le añade que gasto unos teléfonos móviles birriosos, con los que es dificilísimo saber si uno está haciéndose una autofoto de cuerpo, o de cuarto y mitad del rostro o si es posible que salga la Torre Eiffel de fondo, que es el único intento que he hecho hasta ahora: la semana pasada, concretamente.

    Como siempre, no hemos inventado nada nuevo en este siglo XXI de la imagen, sólo lo hacemos aplicando otra técnica; porque desde que existieron los pintores, existieron los autorretratos, quizás con unas pretensiones más artísticas y psicológicas que las que animan ahora a las hordas internautas a autoretratarse con un móvil; pero lo que hacemos ahora ya lo hiceron, entre otros muchos Velázquez, Rembrandt, Goya, Van Gogh o Picasso, por citar sólo una pequeña lista de muchachos talentosos. Con la fotografía digital llegó la inmediatez, y si me permiten la rima simplona, también la estupidez!

    Tenemos la mala costumbre de reirnos de nuestros adolescentes por autofotografiarse a todas horas, y a las primeras de cambio nosotros hacemos lo mismo, casi siempre con una copa en la mano, cara de soplagaitas y con peores resultados que los chavales, que son bastante más diestros en este arte. Acabaré por pensar que lo del selfie es un chute de falsa juventud, como el Botox. Me temo que con la llegada de las vacaciones, nos aguardan las siete plagas de Egipto en versión selfie con fondo de chiringuito playero; este sarampión habrá que pasarlo...

    Qué pena que quienes podrían utilizar este invento para remediar muchos de los males que les rodean no puedan hacerlo; porque los niños africanos forzados a alistarse en ejércitos, las mujeres indias violadas en los autobuses, las  doscientas niñas secuestradas en Nigeria o las niñas tailandesas obligadas a ejercer la prostitución callejera dudo que tengan acceso a un teléfono inteligente con cámara de fotos y abono a Internet. Lástima que cuando los humanos inventamos un cacharro con cámara e interruptores no seamos capaces de sacarle el mejor partido posible y sí el más idiota. Ejemplo reciente: por qué los muchos futbolistas que estos días en Brasil se han puesto ciegos a hacerse selfies no se los han hecho delante de una favela? Y por qué los políticos no le ponen como condición al ciudadano petardo que se les acerca con semejante intención el demostrar que al menos, votan cuando hay elecciones? Ya, ya sé que soy muy pesadita con ésto de votar, considerenlo una cantinela de vieja.

    Yo, sin ir más lejos, si me dejara llevar, me haría ahora mismo un selfie delante de un cartel que pusiera "cerrado por vacaciones", pero no puedo!

viernes, 11 de julio de 2014

La casa del padre

No se me asusten. El título de la entrada es bíblico, pero la entrada es como la vida misma, que tiene bastante poco que ver con la Biblia. Se acuerdan de las referencias contínuas deJesús en los evangelios  a la casa del padre, o mejor "el Padre", con mayúsculas? Para mí que eso se nos ha quedado a todos grabado a fuego, pues como decía Homero, "nada hay tan dulce como la patria propia y la casa de tus padres, aunque se posea en tierra extraña la mansión más opulenta". Prefiero citar a Homero que a la Biblia, qué quieren que les diga!

    Y en cualquier caso, me doy cuenta que sí, que esa casa de nuestros padres donde nacimos (o casi) nos criamos y de la que nos fuimos un día para vivir nuestra vida sigue siendo nuestra casa. Es más, a fuerza de vivir rodeada de extranjeros he comprobado que los españoles decimos "en mi casa" haciendo referencia no sólo a la que habitamos en la actualidad, y págamos religiosamente en cómodas mensualidades,  sino a aquella en la que vivimos una vez con nuestros padres; un fenómeno curioso que, les aseguro que a los nórdicos y gringos no les ocurre.  Es más, un detalle a no olvidar  es que esta casa que habitamos, en su inmensa mayoría no es nuestra sino del banco, pero ese es otro cantar.

    Y llega un día en el que esas casas de nuestros padres dejan de existir físicamente para ser sólo polvo de estrellas y un rinconcito de nuestros recuerdos. Sí, sí, esas casas que no encontramos nada cómodas, decoradas con unos cuadros que no nos gustan y llenas de cacharros inútiles y fotos descoloridas. Esas casas donde los armarios están siempre llenos y las camas siempre hechas, donde los dormitorios poco a poco fueron dando paso a los saloncitos, donde la televisión se ve mal, no hay wi-fi y hay que cerrar las ventanas después de pelearse un rato con ellas. Esas casas donde las cisternas gotean y las duchas son de teléfono monochorro; donde la despensa está llena de latas de conserva (nunca se sabe cuando puede estallar otra guerra o en su defecto una huelga del transporte) y las cocinas son de gas butano. Esas casas donde el portero se llamaba Basilio y ahora sólo hay un ecuatoriano que limpia el portal dos veces por semana, donde todos los vecinos se conocen y se llaman por su nombre, y donde no se conocen las lámparas económicas, ni los cubos de basura múltiples para clasificar la basura y donde a veces hay todavía un teléfono fijo atornillado a la pared.

    De esas casas nos marchamos un día convencidos que encontraríamos una mejor quién sabe cuantos años después;  y a esas casas hay que volver un día  a sacar todas esas porcelanas multicolores, todos esos cuadros de vírgenes y angelitos y todas esas vajillas floreadas sin destino fijo. De esas casas un día tienen que salir esos muebles que no nos caben en las nuestras, porque ni siquiera nos explicamos como hicieron para meterlos ni qué utlidad pueden tener en nuestras vidas todos esos aparadores y alacenas destinados a acoger todas las vajillas de las que nos tenemos que deshacer. De esas casas que un día hay que desmontar y cerrar salen nuestras vidas hechas retales y, francamente, dudo que Jesús de Nazareth cuando nombraba sin cesar la casa del Padre tuviera presente tantos problemas de infraestructura como los que les cuento.

    Esas casas que otrora estaban llenas e incluso superpobladas se han ido vaciando y dejando sus papeles pintados resquebrajados  y sus moquetas hechas jirones y, llega un día, en el que la casa se queda vacía y el último o la última de sus ocupantes la tiene que abandonar y entonces, empieza otro capítulo de la historia y, sólo entonces, nuestra casa (la que pagamos a plazos) ahora sí, se convierte en la casa del padre. Y les tocará a oros vaciarla, es ley de vida.

lunes, 7 de julio de 2014

Siempre nos quedará París

    Tengo con París una relación de amor un tanto extraña, porque es una ciudad que me fascinó, me sedujo, me lo hizo pasar muy mal durante un periodo de mi vida y a día de hoy sigue atrayéndome como un imán. París era, en mis años mozos uno de los dos sitios  a donde queríamos ir todos los que no íbamos a ninguna parte, el otro era Londres. París era la ciudad del Mayo del 68 (aunque yo en el 68 tuviera tres años) de Yves Montand, de Truffaut (para quienes amábamos el cine por encima de todas las cosas) de los croissants y del pan que sabía como en ningún otro lugar, de la libertad y los libros no censurados y las películas no prohibidas, del Louvre y la Monna Lisa e incluso (siempre para los que amábamos el cine) la ciudad donde Gene Kelly bailaba por las calles al ritmo de una música extraordinaria de Gherswin...un americano en París!


    A París viajé yo, como tantos otros, mochila al hombro  y "Guía del Trotamundos" bajo el brazo, y pensaba entonces que era imposible que hubiera una ciudad más bonita sobre la tierra. Años después aterricé con una maleta y una beca miserable en la ciudad universitaria y me dí cuenta que ser estudiante en París (al menos entonces) era lo más parecido a la pobreza que yo había conocido. Para acabar de rematar mis desdichas, mi temporada de estudiante parisina se saldó con una larga lombriz solitaria (fruto probablemente de las muchas porquerías que comía) que hospedé durante varios meses y me dejó hecha un despojo. La solitaria fue un amargo recuerdo de tantos bocadillos de Camembert a la puerta de la biblioteca nacional y tantas películas no vistas en la filmoteca porque la disyuntiva era el abono del metro o la entrada del cine...Les aseguro que aquello de "la bohème" es una canción de Aznavour y un asco en la vida real.

    Y a pesar de todo, vuelvo a París periódicamente con gusto y con placer, deseosa de pasear por sus calles y, sobre todo por sus museos. Vuelvo a París como los niños vuelven al patio del recreo un día y otro  más, siempre pensando que ese rato será el mejor del día. Y así ha sido el pasado fin de semana, donde, a pesar de la lluvia, de una tortícolis que no se me va, de mil y una cosas que me rondan por la cabeza y de los millones de turistas llegados para la temporada veraniega, he disfrutado como una enana, he ido a ver un espectáculo alucinante a la ópera de la Bastilla (que no conocía) y he comido como una reina. Hasta veo con agrado que aquel mejunje tostado que los parisinos antes llamaban café, comienza a parecer un café de verdad. 

    Volvamos al cine, se acuerdan de esta escena?


    Pues eso: siempre nos quedará París. A pesar de que anuncian lluvia para toda la semana; a pesar de que mi vida en este momento es un tumulto de expedientes abiertos y sin cerrar; a pesar de que me duele el cuello y voy a tener que pasar por las manos de la osteópata-karateca a que me lo enderece y me haga crujir como un barquillo; a pesar de que últimamente no saco un minuto para ordenar mis papeles; a pesar de que mañana tengo un trámite duro de pelar con uno de mis seres queridos y  quiero estar a su lado, a pesar de los pesares...siempre me quedará París. Menos mal.

viernes, 4 de julio de 2014

Madres sin remisión

    Yo ya me temía que, a pesar de los esfuerzos en contra, llegaría un día en el que me descubriría a mí misma en el pasillo de mi casa pidiendo a gritos que alguien le pusiera orden a las habitaciones...y eso es sólo la punta del iceberg. Como me temía que llegaría el día en el que, bien peinada (que no siempre lo estoy) y algo maquillada porque iba a una fiesta, me miraría al espejo y en vez de verme a mí vería a mi madre, salvando las distancias y el pelo blanco, que yo me tiño. Es inevitable. 

   También sospechaba que, a pesar de todo lo que blasfemé en mi infancia sobre la necesidad de hacer la cama cada día, dejar la ropa doblada encima de una silla o no abandonar los vasos usados encima de las mesas, llegaría un momento en el que también preferiría que los que cohabitan conmigo siguieran esas consignas que, algo tendrán de adictivo (digo yo) para que nos las traspasemos de generación en generación. Como la necesidad de preparar la cartera y la ropa para el día siguiente, de recordar el turno fraternal de poner y quitar la mesa o tantos otros pequeños detalles de esa orquesta que es la vida familiar en la que, las madres, que somos todas muy pesadas, nos empeñamos en llevar la batuta. Y ese es otro detalle más a señalar: las madres siempre queremos llevar el compás de la orquesta, aunque a nuestro lado tengamos padres más que voluntariosos que quieren hacer algo más que simplemente tocar el violín. Será una enfermedad? 
 
     De pequeñas soñábamos con vivir en casa de la amiga del cole que tenía una madre supermoderna, trabajadora y que iba al gimnasio y hablaba inglés, a la cual, nunca imaginábamos aparcada en el quicio de la puerta interrogando a nuestra amiga y sus hermanos sobre quién había dejado el pijama tirado en el cuarto de baño, y mucho menos estableciendo turnos para bajar la basura o ir a por el pan. Resulta que hemos crecido, nos hemos convertido casi todas en esa madres trabajadoras, atléticas y políglotas, y seguimos gritando al viento las mismas frases que nuestras madres, amas de casa profesionales que jamás se puesieron en su vida una zapatilla de deporte...Ya digo que es una enfermedad. 

   Y así son las cosas, que hace unos días me he descubierto a mí misma al lado de la puerta de embarque de un aeropuerto repitiéndole a mi retoño una y otra vez esas frases hechas de madre que tanto me raspaban los oídos: no dejes la ropa tirada por el suelo, no vayas sólo a ninguna parte, cómete todo lo que te pongan, etc. Y si les ponga una o dos líneas de puntos suspensivos, seguro que a todas las amables lectoras y madres se les ocurren varias cosas con qué rellenarlas, ahora que nuestros polluelos abandonan el nido veraniego para matar el rato en lo que los sufridos padres conseguimos por fin marcharnos de vacaciones. Bien es verdad que mi madre me daba todas esas consignas a pie de autobús cuando yo me marchaba a un campamento veraniego en la provincia de Avila (o en la de Segovia en su defecto) y que ahora las recomendaciones  las  damos en los aeropuertos y estos querubines cruzan el charco más veces que lo que sus abuelos llegaron nunca  a cruzar la Meseta;  al menos en eso sí hemos evolucionado.  Y otro detalle  bastante importante: nuestras madres recibían llamadas a cobro revertido, y ahora tenemos Skype, que nos permite verle la cara a nuestras criaturas y de paso,  recordarles  que desde hace cuatro días lleven puesta la misma camiseta: otra madrada sin remedio! Que tengan ustedes un feliz fin de semana.