viernes, 26 de octubre de 2018

Miedo a la nostalgia.

    En mi casa del pueblo (aquella que no es casa ni está en un pueblo) aparecen mis amigas por la mañana con dos docenas de churros según van a trabajar y yo pongo el café; no hay mejor manera de empezar el día. Otras veces vienen por la tarde con un Roscón si es Navidad y yo sigo haciendo cafés; o aparecen por la noche y entonces corren las cervezas y los gin-tonics; o nos terminamos entre cuatro un foie traído de las latitudes donde se hace esa cosa tan bárbara como deliciosa que es el foie. Es una casa donde siempre hay alguno de propina, donde mis comadres saben que la puerta está abierta y donde una Nochevieja cenan cinco y a la siguiente diez. A mi me encanta que así sea y a mis hijos les maravilla que toda esa gente que entra y sale de esa casa sean mis amigas del colegio, a las que conozco desde hace casi cincuenta años, y sus parejas y maridos, e  incluso ya con sus hijos, que empiezan a compadrear con los míos. A ellos les asombra porque el colegio es donde están o de donde apenas han salido y les parece que guardar todo ese capital humano durante tantos años es un imposible. 

    Así son estas nuevas generaciones, porque cuando yo salí del colegio siempre crei que esas amigas las iba a guardar para siempre. Son tan parte de mi vida que ni residiendo a 1700 kilómetros de ellas me siento ajena a sus vidas o alejada físicamente; no lo sentía ni cuando el Whatsapp era inimaginable y el teléfono internacional costaba como comprarse un avión. Sus vidas son la mía, y viceversa y cuando nos vemos tres, cuatro, cinco veces los años buenos, comenzamos nuestras conversaciones  como Fray Luis: decíamos ayer. Porque en todos estos años, y en un vivir el mio tan lejos de todas, siempre ha habido cercanía entre nosotras. No hay tiempo que recuperar, ni nostalgia que alimentar; el río de nuestras vidas siempre ha llevado agua en su cauce, y a él hemos ido incorporando esos afluentes que son maridos, parejas, hijos y hasta sobrinos.

   Pero en pocas horas me voy a encontrar con otra parte de mi vida en la que también hice unos cuantos amigos pero que,  vaya usted a saber por qué,  he perdido de vista. Vamos a festejar los treinta años del final de una carrera que hicimos prresentándonos a todos los exámenes y estudiando lo propio, que es como se hacían entonces las carreras, y visto como se hacen ahora, tenía su mérito. Como en el año 88 (justamente el que ahora sale cada jueves en "Cuéntame") no se hacían ceremonias de graduación porque todo eso se consideraba una americanada, vamos a ver si nos graduamos por nuestra cuenta treinta años después!  Por el camino, algunos se han ido graduando una y mil veces en parar los golpes de la vida, aceptar que aquella carrera viejuna y mal considerada no nos iba a dar de comer, preparar oposiciones alimentarias a funcionario de prisiones, hacerse sacerdotes (no se rían, hay dos) tener hijos, divorciarse y volverse a casar o buscarse las lentejas en lugares tan variopintos como Bagdad: tampoco se rían, desde allí viene otro. Muchas asignaturas que hubo que preparase sin apuntes y en las que el examen era aún más difícil que aquella Paleografía Medieval que nos traía de cabeza o el latín de primero que muchos arrastraron hasta quinto.

   Tengo cierta aprensión a este tipo de reuniones donde la nostalgia es el punto único del orden del día, aunque luego voy y me divierto como la que más. Y lo que menos me importa del asunto es que vean mi lorza contra la que lucho siempre con la batalla perdida, las patas de gallo plurales y las canas que asoman por la raya del pelo. Me preocupa mucho más haberme convertido en una persona peor de lo que era (asumiendo que no era muy mala) y que al despedirnos alguno piense "pero esta qué se cree?";  temo que los años no hayan traido un poso de sabiduría sino de tontuna y que un paréntesis de treinta años sin vernos lleve aparejada tanta sorpresa como decepción. Pero quién sabe, como dijo aquel, puede hasta ser mi gran noche...Excusa perfecta para dejarles la canción!




viernes, 19 de octubre de 2018

El misterio de la lubina perdida.


    Les aseguro que no soy despistada, en absoluto. No es mi estilo dejar las llaves puestas en la puerta o perder la tarjeta del banco en cualquier lugar, aunque reconozco que con la suma de los días y las hormonas a la fuga, últimamente tengo algún que otro lapsus. El de hoy ha tenido su gracia y por eso, por gracioso, lo comparto con ustedes para que empiecen el fin de semana con una sonrisa...Para carcajada tampoco creo que de la cosa.

    De repente me he encontrado con la tarde libre y he decidido lanzarme a hacer varios recados en vez de lanzarme a la piscina o a correr por el parque que era lo que en realidad debería haber hecho. Al  cabo de hora y media de recorrer el centro de la ciudad buscando cosas variopintas me he acordado de mi amigo Wouter, que es pescadero y tiene su pescadería por allí,  y he ido a saludarlo con la esperanza de encontrar aún algo para cenar, como asi ha sido. He comprado una hermosa lubina y he seguido haciendo otros recados hasta que harta de gentío y de rascar la tarjeta, me he encaminado al metro donde, al sacar el abono me he dado cuenta que me faltaba una bolsa de las muchas que llevaba conmigo. Porque yo compro poquísimo o nada, y claro, el día que compro tengo que sacar muchos atrasos; tantos, que parecía una nueva rica en vísperas de Navidad. Cuando he contado las bolsas he visto con horror que me faltaba la de la lubina.

    Sin encomendarme a San Antonio ni supersticiones similares, he desandado el camino a partir de la compra del pescado y para que se hagan ustedes una idea de hasta qué punto era una empresa complicada, las estaciones posteriores eran una tienda de Mangas japoneses y una papelería perteneciente a una cadena de franquicias que dentro de este país pertenecen a cierta región que últimamente gusta de unir su destino al de Cataluña...Supongo que me entienden. Los japonenes, amables ellos, me ayudaron a buscar por la tienda y no pareció extrañarles que una señora madurita hubiera perdido una lubina en su tienda. Habrán visto cosas peores y tipos más extraños que yo, seguro.

   En la papelería flamenca, la cosa no fue tan sencilla, porque la no tan amable dependienta, a pesar de que me dirijí a ella en ese idioma llamado Neerlandés,  que como ustedes saben es una de las lenguas más habladas en nuestro planeta, pensaba que lo mío era una broma y que la gente no va a las papelerías a comprar Tippex (encargo de mi heredera) con una bolsa con una lubina dentro. Y eso que como no sé como se dice lubina en Neerlandés (que ya es mala pata porque hablo otros cuatro idiomas más y sí que sé como se dice lubina en todos ellos) le dije que era una bolsa de la compra con pescado dentro, y es más, se lo dije en inglés y en francés, que no sirvió de gran cosa a pesar de estar la bendita papelería situada a dos pasos del corazón de Europa. Cuando los humos se estaban calentando, afortunadamente, mi sagaz vista de lejos a la que aún no ha afectado la presbicia, divisó la bolsa a un lado del mostrador. La  cogí sin mediar palabra y salí de la tienda a escape porque mi salud mental me impide discutir con nacionalistas y otros catetos semejantes.

    Luego caí en la cuenta que esos que hablan el neerlandés (la lengua en la que se comunican los científicos, se ruedan las películas y se hacen negocios millonarios) y no quieren entender otra cosa, nos han montado un lío diplomático bastante gordo porque piensan que torturamos a Junqueras en la cárcel y que lo vamos a descuartizar como al periodista saudí. Como para pedirles que hicieran el esfuerzo de entenderme en una lengua de mierda como el inglés...

   Por cierto, en mi casa hemos cenado lubina esta noche, y me ha quedado de película. No diré más.

domingo, 14 de octubre de 2018

Ni sí, ni no

   Mis padres, como muchos de los padres de mis coetáneos, decían a todo que no; a cada pregunta y a cada permiso que pedíamos, ya sabiamos que teníamos un no por respuesta. Luego los más perseverantes, o los más persuasivos, o los que habían pillado a sus progenitores ya cargados de años e iban precedidos por una buena sarta de hermanos mayores, conseguían de vez en cuando arrancarles un sí. Así crecimos, convencidos de que llegaría quizás un día en el que, por antigüedad, nos tocaría decir  que no a los que vinieran arreando. "No" era una palabra de uso común y que todos practicábamos hasta en nuestras correrías juveniles ("OTAN no, bases fuera") en la pelea contra las drogas ("simplemente di: no") o en esas primeras campañas informativas del SIDA que  los últimos capítulos de "Cuéntame" nos han traído a la memoria: "Si da, no da". Vaya! que decir que no era muy corriente y nada traumatizante.

    Pero como los tiempos cambian que es una barbaridad, ahora no se puede decir que no, o si se dice, el "no" merece tres páginas completas de razonamientos o media hora (como poco) de debate familiar. Ahora que mis hijos se me están escapando de las manos, me doy cuenta que yo, crecida y curtida en la cultura del NO, apenas la he practicado con ellos. Seré, como tantos otros padres y madres, víctima de mi tiempo y de los manuales de autoayuda y de ayuda ajena, pero no creo haber dicho que no, como decían mis padres, sin añadir ni un punto ni una coma y sin levantar media ceja. Las pocas veces que he pronunciado el adverbio de negación, lo he hecho después de razonar, discutir, argumentar e intentar convencer...Y así me ha resultado (y me resulta) ésto de la maternidad, un ejercicio agotador. Viene la reflexión al caso, porque últimamente pasan por mi mesa y mantel unas parejas jóvenes con unos tiernos hijos (el último de este viernes tenía un año) a los que sus padres miran fijamente a los ojos diciéndoles que no a ciertas cosas banales: repetir postre, por ejemplo. Ganas me dan de advertirles que se aprovechen lo que puedan y pronuncien esos "noes" recreándose en la única sílaba que contienen, porque en breve, esas criaturas que ahora medio aceptan la respuesta negativa, van a pasar a ser aguerridos sindicalistas con los que pactar a todas horas.

    No es broma, las negociaciones con ciertas criaturas  feroces para fijar una hora de regreso a casa, denegar ciertos permisos y salidas a deshora, apearlos del carro de algunos planes descabellados de viajes, vacaciones, y hasta de estilo de vida, bajar faldas que no se ven bajo el jersey, o subir pantalones que dejan asomar medio metro de calzoncillos, recordar que la ropa no camina sola hasta el cesto de la ropa sucia y que estudiar es un trabajo, requieren argumentos y disquisiciones filosóficas dignas del Concilio de Trento, porque a esta gente que nos reta a semejantes ejercicios desde pequeñitos, no les hemos dicho que no lo suficiente, y cuando se lo hemos dicho, encima lo razonábamos. He conocido niños de tierna edad a quienes el sindicato del metal debería contratar para sacarle a la patronal aumentos de sueldo y prebendas varias, porque son durísimos y tenaces negociadores.

    En la leyenda familiar de mi casa, se cuenta que mi madre decía que no incluso antes de dejarnos terminar la frase de lo que íbamos a pedir. Yo, llevo ya varios años diciendo mucho más si que no, y las pocas veces que digo que no, me lo pienso antes y me hago una ficha técnica de todos los argumentos que apoyan una razón u otra. He dicho que sí muchas veces, con alegría y hasta con regocijo, porque evidentemente es mucho más gratificante; he dicho muchas veces "si, pero" y en esos casos he intentado hacerme entender y que comprendieran mis preocupaciones, porque el "pero" siempre va unido a una preocupación. He intentado dialogar hasta el aburrimiento, como muchos de los que me rodean y no veo yo que el dialogo, la concordia y el debate hayan contribuido a formar generaciones virtuosas de la democracia, sino una panda de descreídos que son capaces de votar al primer energúmeno que sale por un canal de Youtube.

    Nunca pensé que pasar de la fea cultura del no, a la amable versión de si diera tan pobres resultados educativos. Es más, el no sigue dando pingües beneficios, y sino, miren a Pedro Sánchez: "no es no" y ya es presidente del gobierno...Feliz semana para todos.


miércoles, 10 de octubre de 2018

Más que una moto

    Es sólo una motocicleta, pero resulta que es algo más. Es incluso algo más que uno de los muchos objetos ennegrecidos y cenicientos que se muestran en el excelente museo conmemorativo de los atentados del 11 de septiembre. Es una moto roja y resplandeciente, parece nueva y tiene un lugar destacado en el recorrido de horror, reflexión y emoción que es todo el museo. Me acerco a leer el cartel convencida que es la moto recién comprada de una de las victimas y es ahí donde me encuentro con la historia que les cuento, porque no puedo hacer otra cosa que contarla y porque si además pudiera tener solo una brizna de talento cinematográfico , que me falta incluso más que el literario, éste seria el guion de "la"  película sobre el 11 de Septiembre. 

    La motocicleta la había comprado dias antes de atentado un bombero de Nueva York, de nombre Gerard Baptiste. Era un modelo de Honda antiguo y bonito, pero también una ruina que él pretendía , contra la opinion de los expertos, restaurar en los muchos ratos libres o de guardia que le dejaba su oficio. Por eso la moto estaba en el cuartel de la escalera 9 del batallón de bomberos N2 de Nueva York, con sede en Soho. Gerard tuvo la mala suerte de ser una de las tres victimas de su unidad, pero también uno de los casi cuatrocientos bomberos que murieron en los atentados; como grupo profesional, el de mayor numero de victimas teniendo en cuenta que no trabajaban en las torres. Y aquí señaló mi respeto y admiración por un trabajo que consiste en entrar corriendo en aquellos lugares de los que la gente sale corriendo, precisamente. Pasados los meses después del dia de autos, alguien de su cuartel se fijó en la motocicleta olvidada y entre todos sus compañeros, y con la ayuda de la casa Honda que incluso fabricó algunas piezas a medida, la moto fue restaurada, se demostró que funcionaba, la enseñaron en todos los periódicos y acabó teniendo el lugar privilegiado que ocupa en el museo. 

    La historia de la moto aparece relatada en el museo, como aparece la foto de Gerard Baptiste junto a las otras casi tres mil víctimas, sonriendo bajo su gorra de bombero neoyorquino. Pero la historia de Gerard, que es la que a mi me interesa, la he ido hilvanado yo en estos días, gracias a Internet que es ese instrumento milagroso que yo no tuve cuando hice mi tesis y a pesar de ello la hice solita y sin copiar a nadie, perdonen por volver a meter mi muletilla particular.  Les dejo un esbozo: Gerard tenía 35 años y una novia llamada Delphine. De origen dominicano, llegó a Estados Unidos a los cinco años con sus padres, que se instalaron en el Bronx. Quería ser diseñador gráfico pero los estudios eran demasiado caros. Se alistó en el ejército y después de los años de servicio mínimo para abandonarlo se hizo bombero. Quería casarse con su novia y comprarse un perro. Le gustaban tanto que llevaba siempre galletas para perros en los bolsillos que iba repartiendo a los que se le acercaban. No está tan claro que le gustaran las motos, aunque era un manitas y le motivaba el reto que suponía reparar aquella chatarra. Sus vecinos contaban que,  a pesar de su muy morena tez y su aspecto claramente latino, él siempre se decía norteamericano y aclaraba que lo era porque aquel era el mejor pais del mundo, el que había acogido a su familia huyendo de la miseria.

    Gerard tendría hoy más o menos mi edad. Quizás se habría casado con Delphine y hasta tuviera hijos y ese perro que tanto anhelaba. Quizás sus hijos serían de la edad de los míos y se sentirían aún más estadounidenses que su propio padre, y los domingos visitarían a sus abuelos en el Bronx  sin poder intercambiar con ellos ni una palabra de ese español que ya no es su lengua. Quizás Gerard también habría votado a Trump, sólo porque también  es un neoyorquino nieto de inmigrantes como él, quién sabe...Nadie lo sabe porque un once de septiembre de 2001 se paró el reloj cuando unos locos a bordo de dos aviones derrumbaron dos torres de cien pisos y Gerard salío corriendo con sus compañeros de la escalera 9 a cumplir con su deber: entrar donde otros salen corriendo. Si por un milagro apareciera hoy entre los escombros de aquel infierno, y viera el país que el otro nieto de inmigrantes le está dejando, las pocas posibilidades de vivir el sueño americano que les quedan a los que,  como sus padres, fueron a esa tierra buscando vivir mejor y hacer una América más grande, quizás agarrase su moto (ahora que funciona) y saliera corriendo hasta la frontera canadiense.

lunes, 8 de octubre de 2018

Museos para emocionar

    Para qué vamos a un museo? Normalmente a contemplar obras de arte, o documentos históricos, o a satisfacer fetichismos y pasiones coleccionistas...A mirar en cualquier caso. A mi me encantan los museos, de lo que sean; me producen sosiego (ese que me falta tan a menudo) me encanta su orden, su silencio, su luz mortecina en tantos casos y sus tiendas de postales y baratijas que no lo son. En este siglo hiperconectado me siguen gustando los museos, aunque muchas veces tengo la sensación de que la única que miro con mis ojos lo que hay en ellos soy yo y que los demás visitantes se dedican a fotografiar lo que alli se exhibe. En mi última visita al MOMA de Nueva York he hecho hasta una estadística del cuadro más fotografiado (la noche estrellada de Van Gogh) y del que más servia de telón de fondo para hacerse un selfie (los nenúfares de Monet); curiosamente, al lado de estas pobres obras de arte que la gente solo miraba a través de la pantalla, las Señoritas de Avignon de Picasso gozaban de una buena cantidad de observadores de verdad, sin pantalla por medio. Será que el cubismo no es tan fotogénico? O que un cuadro sin azules no queda tan bien en las fotos destinadas a las redes sociales? Ahí les dejo materia para debate. 

    Después de esta experiencia,  y escasa de tiempo libre, decidí gastar mis horas y mis dólares en un museo un tanto particular como es el monumento y museo del 11 de Septiembre que los neoyorquinos han levantado en donde estaban las Torres Gemelas. Que conste que iba con aprensión, para empezar porque la estación de metro la ha hecho Calatrava (espectacular, para qué negarlo) y en cualquier momento se le puede caer a uno encima, ya saben. Para seguir, porque soy contraria a la exaltación patriotera y difícil de conmover si no hay una película por medio; pero como me gustan los museos, insisto, allí que me planté, cosa que me alegro, pues hacía mucho tiempo que un museo no lograba absorber mi atención durante algo mas de dos horas sin tener ni una sola obra maestra en su interior. Los americanos saben hacer museos y,  en este caso (les ruego que me permitan el juego de palabras facilón) han hecho un valle para todos los caídos sin olvidar uno solo ni pararse a pensar de qué color tenían la piel ni qué religion profesaban. Desde este lado del Atlántico deberíamos tomar nota. Y no me detengo en lo espectacular del edificio, el cuidado con el que se han elegido las imágenes para no herir sensibilidades ni espiritualidades; la cantidad de información y de datos históricos que durante muchos años hemos obviado por la magnitud de los hechos. Es un museo para honrar la memoria de las víctimas, auténticas protagonistas de los hechos, y para reconfortar a sus seres queridos que, segun me contaron los vigilantes (muchos de ellos a su vez parientes de los fallecidos) lo visitan a menudo. 

    A los apasionados del arte, toda esa gente que móvil en mano se retrata delante de Las Meninas o del Guernica nos están quitando las ganas de ir a los museos que, dicho sea de paso, tiene colas kilométricas de personas que pacientemente gastan horas en las filas para luego poder hacerse el selfie delante de las Meninas. Un círculo vicioso e infernal. Pero quedan otros museos por suerte, lugares para remover las conciencias o simplemente para apaciguarlas, lugares donde uno se encuentra con la historia, que antes necesitaba al menos medio siglo para llamarse historia pero que en la era de las prisas se convierte en historia al año siguiente de haber sucedido. Ultimamente he visto dos o tres de esos; ya no tienen cuadros de Velázquez ni de Rembrandt, que eran lo que antes me conmovían; ahora que hay que apartar los moscones que se autorretratan delante, es mejor dejar abandonados a los maestros de la pintura, o ir a visitarlos en temporada baja; si es que existe una temporada baja en las grandes pinacotecas. Y si van a Nueva York, no dejen de visitar el museo del 11 de septiembre, superando todos los prejuicios que puedan tener, incluyendo el antiamericanismo, si es que lo practican. Se van a emocionar, y sólo por  eso ya merece la pena la visita.

    Y si todavía tienen ganas, crucen la plaza y asómense a Wall Street, y frente a la bolsa, está el edificio en el que George Washington juró su cargo como primer presidente de los Estados Unidos. Es un lugar encantador llamado Federal House, y a pesar de ser gratis nadie va, y los que entran lo hacen equivocados pensando que aquello es la bolsa. Este último, en otro estilo,  también es un museo de los que conmueven. Y de paso saluden de mi parte a la señora que vende las postales, que es toda una activista de los Derechos Humanos y se hizo mi amiga (con Selfie incluido) en la media hora que duraron sus explicaciones. También sólo por ella merece la pena la visita.

jueves, 4 de octubre de 2018

Hay vecinos y vecinos

    En estas latitudes que habito la gente prefiere vivir en una casita con jardín (aunque tenga tamaño jardinera) y un garaje donde meter los trastos  sobrantes y poder aparcar el coche delante. Yo vivo en un piso, con su comunidad de vecinos y todo; será nostalgia de mis años de vida en España o visión de futuro para cuando el reúma me impida subir escaleras, como ustedes quieran verlo, pero vivo en un piso en un entorno donde la gente oye hablar de una comunidad de vecinos e invoca a Satanás. 

    Hay vecinos pesados y otros que te resuelven la vida. Vecinos que te los pone el diablo a vivir a tu lado y otros que son ángeles custodios que te preguntas cuán difícil seria tu existencia sin ellos. Hay comunidades de vecinos donde la gente se insulta, se ponen pleitos y utilizan los felpudos ajenos para arrojar todo tipos de basuras y excrementos; creo que en España hasta hacen series de televisión inspirándose en ellas. Y por suerte, hay comunidades de vecinos, como la mia, donde una vez al año nos reunimos en torno a una mesa de comedor, con buenos vinos y buenos aperitivos, y civilizadamente intentamos mejorar una casa (la nuestra) que es la casa de todos y una joyita que queremos conservar como tal. Cuando me cuentan las historias para no dormir de muchas comunidades de vecinos me digo que la suerte salió a recibirme el dia en el que compré mi casa. Que los vecinos, con el paso de los años se conviertan en amigos o mejor, que sigan siendo amigos sin dejar de ser vecinos, es un delicado ejercicio de convivencia y diplomacia, difícil en muchos casos (esos tacones a las seis de la mañana , el niño que hace una fiesta, las bicicletas invasoras de la entrada, etc) pero siempre agradecido. 

    Hace veinte años una pareja de alegres jubilados me dio la bienvenida a su comunidad de vecinos que hoy es la mia. Me gustaba hablar con ellos, por cariñosos y gente de mundo que eran: cada vez que había un taxi en la puerta estos dos salían con sus maletas camino de la China y destinos semejantes, yo muchas veces me dije que quería ser como ellos cuando los sesenta se asomaran a mi  puerta, que cada vez falta menos.  Ambos de educación exquisita, amantes de España y del jamón de bellota que muchas veces compartí con ellos; siempre interesados por tu vida y tus circunstancias a la par que discretos. Dueños de un membrillo que, en plena centro de la ciudad daba frutos hermosos con los que ella elaboraba la mejor jalea de membrillo que he tomado en mi vida. El tiempo y el cáncer se llevaron por delante a Isabelle, que me saludaba con los pulgares hacia arriba desde su ventana cada mañana cuando yo salía a correr y ella se peleaba contra la quimioterapia y sus cochinos efectos. Ese mismo tiempo, esta vez en forma de carnet de identidad (o de antigüedad) se ha llevado a Jacques,  a quien la parca ya vino a buscar otras veces, y con la que él se fajó a muerte (es el caso de decirlo) porque no he conocido en mi vida a nadie con tantas ganas de vivir como él. Es más, no he conocido a nadie que superara un ictus reaprendiendo a leer y escribir como hizo él!

    Mis adorados vecinos de mi acogedora comunidad de vecinos y sin embargo amigos, han cerrado la puerta de su casa que, espero, en el futuro abran otros vecinos igualmente adorables. Ellos se reunirán en un lugar donde crezcan los membrillos para hacer jalea y las revistas y periódicos a puñados lleguen al buzón.  Pasearán de la mano por la muralla china y comentarán la actualidad con la ventaja y la sabiduría de saber que ya no forman parte de ella. Como digo y suelo terminar siempre que escribo un elogio fùnebre en este blog (y ya empiezan a ser unos cuantos): Ave Jacques, los que van a vivir si tí, te saludan.