lunes, 8 de octubre de 2018

Museos para emocionar

    Para qué vamos a un museo? Normalmente a contemplar obras de arte, o documentos históricos, o a satisfacer fetichismos y pasiones coleccionistas...A mirar en cualquier caso. A mi me encantan los museos, de lo que sean; me producen sosiego (ese que me falta tan a menudo) me encanta su orden, su silencio, su luz mortecina en tantos casos y sus tiendas de postales y baratijas que no lo son. En este siglo hiperconectado me siguen gustando los museos, aunque muchas veces tengo la sensación de que la única que miro con mis ojos lo que hay en ellos soy yo y que los demás visitantes se dedican a fotografiar lo que alli se exhibe. En mi última visita al MOMA de Nueva York he hecho hasta una estadística del cuadro más fotografiado (la noche estrellada de Van Gogh) y del que más servia de telón de fondo para hacerse un selfie (los nenúfares de Monet); curiosamente, al lado de estas pobres obras de arte que la gente solo miraba a través de la pantalla, las Señoritas de Avignon de Picasso gozaban de una buena cantidad de observadores de verdad, sin pantalla por medio. Será que el cubismo no es tan fotogénico? O que un cuadro sin azules no queda tan bien en las fotos destinadas a las redes sociales? Ahí les dejo materia para debate. 

    Después de esta experiencia,  y escasa de tiempo libre, decidí gastar mis horas y mis dólares en un museo un tanto particular como es el monumento y museo del 11 de Septiembre que los neoyorquinos han levantado en donde estaban las Torres Gemelas. Que conste que iba con aprensión, para empezar porque la estación de metro la ha hecho Calatrava (espectacular, para qué negarlo) y en cualquier momento se le puede caer a uno encima, ya saben. Para seguir, porque soy contraria a la exaltación patriotera y difícil de conmover si no hay una película por medio; pero como me gustan los museos, insisto, allí que me planté, cosa que me alegro, pues hacía mucho tiempo que un museo no lograba absorber mi atención durante algo mas de dos horas sin tener ni una sola obra maestra en su interior. Los americanos saben hacer museos y,  en este caso (les ruego que me permitan el juego de palabras facilón) han hecho un valle para todos los caídos sin olvidar uno solo ni pararse a pensar de qué color tenían la piel ni qué religion profesaban. Desde este lado del Atlántico deberíamos tomar nota. Y no me detengo en lo espectacular del edificio, el cuidado con el que se han elegido las imágenes para no herir sensibilidades ni espiritualidades; la cantidad de información y de datos históricos que durante muchos años hemos obviado por la magnitud de los hechos. Es un museo para honrar la memoria de las víctimas, auténticas protagonistas de los hechos, y para reconfortar a sus seres queridos que, segun me contaron los vigilantes (muchos de ellos a su vez parientes de los fallecidos) lo visitan a menudo. 

    A los apasionados del arte, toda esa gente que móvil en mano se retrata delante de Las Meninas o del Guernica nos están quitando las ganas de ir a los museos que, dicho sea de paso, tiene colas kilométricas de personas que pacientemente gastan horas en las filas para luego poder hacerse el selfie delante de las Meninas. Un círculo vicioso e infernal. Pero quedan otros museos por suerte, lugares para remover las conciencias o simplemente para apaciguarlas, lugares donde uno se encuentra con la historia, que antes necesitaba al menos medio siglo para llamarse historia pero que en la era de las prisas se convierte en historia al año siguiente de haber sucedido. Ultimamente he visto dos o tres de esos; ya no tienen cuadros de Velázquez ni de Rembrandt, que eran lo que antes me conmovían; ahora que hay que apartar los moscones que se autorretratan delante, es mejor dejar abandonados a los maestros de la pintura, o ir a visitarlos en temporada baja; si es que existe una temporada baja en las grandes pinacotecas. Y si van a Nueva York, no dejen de visitar el museo del 11 de septiembre, superando todos los prejuicios que puedan tener, incluyendo el antiamericanismo, si es que lo practican. Se van a emocionar, y sólo por  eso ya merece la pena la visita.

    Y si todavía tienen ganas, crucen la plaza y asómense a Wall Street, y frente a la bolsa, está el edificio en el que George Washington juró su cargo como primer presidente de los Estados Unidos. Es un lugar encantador llamado Federal House, y a pesar de ser gratis nadie va, y los que entran lo hacen equivocados pensando que aquello es la bolsa. Este último, en otro estilo,  también es un museo de los que conmueven. Y de paso saluden de mi parte a la señora que vende las postales, que es toda una activista de los Derechos Humanos y se hizo mi amiga (con Selfie incluido) en la media hora que duraron sus explicaciones. También sólo por ella merece la pena la visita.

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