jueves, 4 de octubre de 2018

Hay vecinos y vecinos

    En estas latitudes que habito la gente prefiere vivir en una casita con jardín (aunque tenga tamaño jardinera) y un garaje donde meter los trastos  sobrantes y poder aparcar el coche delante. Yo vivo en un piso, con su comunidad de vecinos y todo; será nostalgia de mis años de vida en España o visión de futuro para cuando el reúma me impida subir escaleras, como ustedes quieran verlo, pero vivo en un piso en un entorno donde la gente oye hablar de una comunidad de vecinos e invoca a Satanás. 

    Hay vecinos pesados y otros que te resuelven la vida. Vecinos que te los pone el diablo a vivir a tu lado y otros que son ángeles custodios que te preguntas cuán difícil seria tu existencia sin ellos. Hay comunidades de vecinos donde la gente se insulta, se ponen pleitos y utilizan los felpudos ajenos para arrojar todo tipos de basuras y excrementos; creo que en España hasta hacen series de televisión inspirándose en ellas. Y por suerte, hay comunidades de vecinos, como la mia, donde una vez al año nos reunimos en torno a una mesa de comedor, con buenos vinos y buenos aperitivos, y civilizadamente intentamos mejorar una casa (la nuestra) que es la casa de todos y una joyita que queremos conservar como tal. Cuando me cuentan las historias para no dormir de muchas comunidades de vecinos me digo que la suerte salió a recibirme el dia en el que compré mi casa. Que los vecinos, con el paso de los años se conviertan en amigos o mejor, que sigan siendo amigos sin dejar de ser vecinos, es un delicado ejercicio de convivencia y diplomacia, difícil en muchos casos (esos tacones a las seis de la mañana , el niño que hace una fiesta, las bicicletas invasoras de la entrada, etc) pero siempre agradecido. 

    Hace veinte años una pareja de alegres jubilados me dio la bienvenida a su comunidad de vecinos que hoy es la mia. Me gustaba hablar con ellos, por cariñosos y gente de mundo que eran: cada vez que había un taxi en la puerta estos dos salían con sus maletas camino de la China y destinos semejantes, yo muchas veces me dije que quería ser como ellos cuando los sesenta se asomaran a mi  puerta, que cada vez falta menos.  Ambos de educación exquisita, amantes de España y del jamón de bellota que muchas veces compartí con ellos; siempre interesados por tu vida y tus circunstancias a la par que discretos. Dueños de un membrillo que, en plena centro de la ciudad daba frutos hermosos con los que ella elaboraba la mejor jalea de membrillo que he tomado en mi vida. El tiempo y el cáncer se llevaron por delante a Isabelle, que me saludaba con los pulgares hacia arriba desde su ventana cada mañana cuando yo salía a correr y ella se peleaba contra la quimioterapia y sus cochinos efectos. Ese mismo tiempo, esta vez en forma de carnet de identidad (o de antigüedad) se ha llevado a Jacques,  a quien la parca ya vino a buscar otras veces, y con la que él se fajó a muerte (es el caso de decirlo) porque no he conocido en mi vida a nadie con tantas ganas de vivir como él. Es más, no he conocido a nadie que superara un ictus reaprendiendo a leer y escribir como hizo él!

    Mis adorados vecinos de mi acogedora comunidad de vecinos y sin embargo amigos, han cerrado la puerta de su casa que, espero, en el futuro abran otros vecinos igualmente adorables. Ellos se reunirán en un lugar donde crezcan los membrillos para hacer jalea y las revistas y periódicos a puñados lleguen al buzón.  Pasearán de la mano por la muralla china y comentarán la actualidad con la ventaja y la sabiduría de saber que ya no forman parte de ella. Como digo y suelo terminar siempre que escribo un elogio fùnebre en este blog (y ya empiezan a ser unos cuantos): Ave Jacques, los que van a vivir si tí, te saludan. 

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