jueves, 28 de diciembre de 2017

La columna

    Creo que ya he contado que soy una periodista frustrada, incluso frustradísima. Y creo que todos los blogueros somos periodistas frustrados,  que nos desahogamos en un blog ya que no hemos encontrado un periódico que nos lo permita. Y dentro de la prensa, como no soy especialmente osada y jamás podría ser reportera de guerra o algo por el estilo, envidio a los columnistas, y a muchos de ellos  también los admiro. Y admiro sobre todo a aquellos que tienen columnas en los semanarios y suplementos dominicales, que tienen que escribir con una semana de anticipación sobre asuntos que, para cuando la columna se publica, han dado mil vueltas y ahí es donde se ve la madera del buen columnista: aquel que es capaz de escribir de la actualidad cambiante sin que lo que escribe deje de estar de actualidad aún publicado una semana después de escribirlo. 

   Yo me voy a prestar al juego, asumiendo que no soy (ni seré nunca) columnista.  Estoy escribiendo estas líneas, que no aparecerán hasta la semana que viene, en la víspera de la madre de todas las elecciones, cuando los sondeos lo único que cuentan es que ha subido la participación. Me juego una mano (las dos nunca) a que la cosa va a seguir estancada en ese 50/50 que desespera a los muy extremos de ambos lados y que los no extremistas (yo quisiera encontrarme entre estos últimos) creemos que se arreglaría dialogando sin apasionamiento. Así que me temo que nos aguardan varios telediarios navideños con el asunto en liza, aburrido donde los haya y estancado,  más que una charca. Y si comenzáramos ya de una vez por todas a enseñar a niños y jóvenes el valor de un dialogo sereno, sin banderas, sin amenazas policiales y si me apuran, hasta en inglés, para que ni la lengua sirva de excusa?. La otra opción es seguir votando  hasta el aburrimiento, o como decía la película, hasta el infinito y más allá. 

    De aquí a la semana que viene, unos cuantos españoles van a ser millonarios gracias a la lotería, y yo sé que no seré uno de ellos; y lo sé sin tener que ponerme a aplicar complicadas reglas de probabilidad: no me va a tocar por la sencilla  razón que no juego. Aunque bien pensado, esta vez sí que tengo una participación que me vendió mi amigo el jardinero sabio de Ayamonte, al que se la compré porque era para una asociación benéfica y porque yo siempre hago caso de todo lo que él me dice en varios sujetos que tienen que ver mayormente con las plantas, el mar y las mareas; él me aseguró que iba  a tocar y yo le compré la participación, sabiendo a ciencia cierta, sin ser experta en plantas ni mareas, que no nos tocará. Así que cuando este blog con pretensiones de columna vea la luz, seré tan pobre, o tan rica como soy en el momento de escribirlo.

    Y cuando ésto que escribo vea la luz, calculo que ya habré engullido de dos a tres hogazas de pan, bebido una docena de cañas al menos, y comido  testimonialmente dos o tres langostinos congelados de esos que cada año a Dios pongo por testigo que no volveré a probar. Habré empezado la quinta temporada de "House of Cards" y  espero haber encontrado hueco para ir con mi heredero a ver el octavo episodio de "Star Wars", que tendré que ver doblado al español muy a mi disgusto y el suyo, pero una promesa es una promesa. Los malo columnistas escribimos pretendidas columnas que serán de actualidad dentro de una semana, utilizando información privilegiada (como lo que les cuento en este párrafo) e intrascedente para el devenir de la humanidad...Por eso nos metemos a blogueros, me entienden ustedes ahora? Que siga la fiesta navideña.

viernes, 22 de diciembre de 2017

Felicitaciones

    La Navidad provoca sentimientos encontrados y en muchos casos opuestos, se sabe. Felicitarlas es a veces un ejercicio arriesgado, porque si cae uno sobre esos siesos que andan por el mundo odiando la Navidad (y al género humano hasta me atrevería yo a decir) se puede uno encontrar hasta con una impertinencia. Bien, pues a mi me gusta felicitar la Navidad, porque no sé si es por la falta de luz, los años y las canas que voy peinando, o vaya usted a saber, pero en esta época del año el corazón se me ablanda y me pide ver de nuevo la muerte de la madre de Bambi en el cine, o la de ET. Hoy hasta se me han saltado las lágrimas con una de las niñas de San Ildefonso que cantaba los números mejor que Pavarotti muchas arias; con eso se lo digo todo. Así que aquí tienen mis felicitaciones especiales, de esta serie que llevo varios días escribiendo, con propósito navideño. 

    Feliz Navidad a Inés Arrimadas, no sólo por sus resultados, sino por haber aprendido catalán de adulta y demostrar que se puede querer a una tierra, e incluso ser capaz de gobernarla sin ser un Pata Negra de la misma tierra gobernable; y por cierto, me he enterado que por sus venas corre buena parte de sangre de la mía (de mi tierra quería decir). Feliz Navidad a Mariano, porque ha conseguido hacer de unos peleles, auténticos mártires canonizados en un proceso más rápido que si el Opus Dei se lo hubiera financiado. Feliz Navidad a Hillary Clinton, que este año, por fin, va a ejercer de abuela, comprando regalos y horneando galletas por toda ocupación. Y feliz Navidad a Melania Trump, que, pobrecilla, no le quedará otra que pasarla con su marido. 

    Feliz Navidad a los niños de San Ildefonso, que aunque ya no sean huérfanos como antaño, son muchos de ellos  buen ejemplo de las cosas que los niños hacen bien para remediar lo que los adultos hacemos mal: léanse la historia de la niña que ha cantado hoy el gordo, lean. Y con ellos, feliz Navidad a los que cobran el salario mínimo en España, que es un insulto comparado con el de muchos de sus vecinos europeos; a los policías y militares que vigilan nuestras ciudades intentando evitar que los mártires religiosos lleguen al paraíso a nuestra costa. A los maestros y profesores que creen que es posible ejercer un oficio que se llama educar; a los bomberos, las enfermeras y enfermeros de guardias interminables y todos los que trabajan en esas seguridades sociales que son un lujo que no queremos ver que lo son. 

    Feliz Navidad a Raphael, que parece que está pachucho y que últimamente es la banda sonora de mi hogar en los ratos en los que todos estamos de buen humor; a  Martin Scorsese, Steven Spielberg, Angela Lansbury, a Woody Allen, a Alex de la Iglesia, que en los últimos años me divierte más que Almodóvar; a María Dolores Pradera, que ya no canta pero le encanta a mi madre; a Julie Andrews, que tampoco canta ya y me encanta a mí y a Harry Styles, que no sé quien es,  pero creo que canta y le gusta a mi hija. Feliz Navidad a Antonio López, a Daniel Baremboin, a Elvira Lindo, Rosa Montero y Manuel Vicent, por sus columnas. A Mario este año lo voy a castigar sin felicitación porque desde que lo vi en el reportaje de la boda de la niña Boyer me dije que había perdido el Norte. Feliz Navidad a la reina Isabel de Inglaterra, gracias por vivir tantos años como para que hagan series de televisión tan apasionantes como "The Crown".

    Feliz Navidad a todos los niños que esperan juguetes, los traiga quien los traiga, y especialmente a esas niñas que ahora pueden pedir juguetes de niño (y no como antes) y que serán quienes rompan esos dichosos techos de cristal contra los que seguimos chocando. Feliz Navidad al señor que toca la trompeta en el metro, al que barre la acera y al que empuja la silla de ruedas del enfermo. Al panadero que hornea de madrugada mis hogazas de vacaciones y al que se levanta pronto para venderlas; a los churreros de toda España y a los jamoneros de mi tierra. 

    Y feliz Navidad a todos mis lectores y, espero,  amigos, que deben llevar ya cuatro párrafos de lectura preguntándose si en esta lista eterna no les llegará el turno a ellos. FELIZ NAVIDAD. A disfrutarla.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Manual de supervivencia para mesas navideñas

   Cuando termine esta semana, casi todos ustedes se habrán sentado en una mesa navideña, rodeados de parientes y/o amigos. Digo "casi" porque salvo si son replicantes venidos de otro planeta, soldados destinados en Afganistán,  o pertenecen a ese género humano (humano?) que asegura que pasa de la Navidad, de la gente, de su familia y que no tiene miedo a morir solo; salvo estos casos, digo, todos nos vamos a sentar en una mesa a celebrar la Navidad y sus circunstancias. 

    En esas mesas donde se sirven una y otra vez langostinos congelados bajo la promesa de "vais a ver, me ha dicho el pescadero que los de este año son buenísimos"; donde hay un cuñado que cuenta chistes de catalanes, un adolescente que por no soltar el teléfono es capaz de desencadenar la Tercera Guerra Mundial en forma de refriega familiar y una abuela sorda, o una tía con Alzheimer, o una sabia combinación de todos esos elementos. Contado así, casi que dan ganas de marcharse a Afganistán, pero no, estaremos casi todos (vuelvo a insistir en el "casi") sentados en la mesa porque a los humanos normales, la repetición de las tradiciones, por mucho que las odiemos, nos da una sola certidumbre pero muy necesaria: la de que estamos vivos un año más; y accesoriamente la de que alguien, aunque nos invite a langostinos congelados, nos quiere. Y por cierto, a esos pescaderos españoles que venden en estos días cajas y cajas de langostinos ecuatorianos congelados  bajo la promesa de "los de este año son buenísimos, ya verá usted" yo les llevaría directamente ante la corte penal internacional de La Haya.

   Pero la necesidad de cariño que nos empuja a todos a la mesa navideña no debe estar reñida con ciertas reglas de supervivencia para afrontarla. La primera, por supuesto,  es no hablar de política, y este año, con los vecinos del nordeste, dando guerra como ello saben, va a ser complicado. Yo propondría limitar las bromas y chanzas a Puigdemont, que al fin y al cabo ha conseguido poner a todo un país (e incluso a varios otros países) de acuerdo en que es un fantoche. Si Puigdemont se convierte en un tema espinoso, siempre nos queda Donald Trump, que da mucho juego y nos queda ms lejano.  La segunda, relajar la etiqueta y hacerse a la idea que las familias del siglo XXI tienen miembros no sólo de todo credo y condición, sino de muchos y variados países. Y si al novio australiano de la hija le da por echar mano al muslo de pavo, y se niega a probar el turrón porque le parece argamasa, pelillos a la mar. La variedad nos enriquece a todos, incluso sobre el mantel y a la hora de manejar la pala del pescado que, por lo que sé, el saber usarla no le ha procurado a nadie un master en Harvard ni una oposición de notario. . 

   Relajémonos, sobre todo antes de acudir a la llamada de la mesa navideña. En Castilla tenemos la sana costumbre del "café torero", no me pregunten por qué se llama así. Consiste en quedar con tus amigos del alma el día de Nochebuena a mediodía (visto que luego cada uno se va con su familia) y ponerte ciegoa cañas y pinchos que terminan al las ocho de la tarde cuando todos nos tenemos que ir a poner la mesa. Tiene un efecto terapeutico infalible y les aseguro que uno llega a la mesa de los parientes con mejor ánimo, y más predispuesto a tolerar todo lo que nos molesta. Ojo! No hay que sobrepasar ese punto delicado en el que la alegría del alcohol da paso a las lágrimas u otras secreciones menos agradables. Habrá quien para relajarse antes de una cena familiar necesite dos horas de yoga o correr una maratón, yo he probado el café torero con mis amigos y últimamente ya hasta con sus hijos y los míos y les aseguro que funciona. Ya me dirán.

   Ayuda mucho el repetirse como un mantra que, al fin y al cabo, son dos o tres veces al año y que no está tan mal que de vez en cuando obliguemos a esta nuestra voluntad moderna consistente en darse gusto y hacer permanentemente lo que te pide el cuerpo ( yo aún no he encontrado ese Karma y a este paso envejeceré sin encontrarlo) a hacer algo que va en contra del "haga usted lo que le de la gana" que tanto recetan los psicoterapeutas. La voluntad antigua de nuestros mayores les decía precisamente que eso no era posible y el siglo XX se construyó, precisamente, a fuerza de grandes personajes que nunca hicieron lo que les dio la gana. Los grandes personajes del siglo XXI aún no han aparecido...

    Y con esta nota filosófica me despido por el momento. Tomen nota. Y disfruten de su mesa navideña. Sólo es una vez al año.

domingo, 17 de diciembre de 2017

Carta al amigo invisible

    Querido amigo invisible, 
cuando leas estas líneas, quizás lleves varios días dando vueltas por las tiendas buscando un regalo para mí, que te he caído en gracia este año por riguroso y confidencial sorteo. Habrás mirado al cielo con resignación y te estarás preguntando por qué te tuvo que tocar a tí la más rara de la tropa, que ya es mala suerte. Me gustaría facilitarte la tarea y de paso, quitarme esa fama de complicada para regalar que, sinceramente,  no creo merecer. De paso, si alguno de mis queridos lectores tiene un arrebato de generosidad y quiere hacerme un regalo (no tiene que ser en Navidad) ya sabe donde agarrarse. Y de paso también, rompo una lanza a favor de todos esos seres humanos tachados de raros y raras simplemente porque no encuentran la felicidad en un centro comercial, en una perfumería, en una tienda de bolsos, zapatos, ropa o complementos.

    A mi el amigo invisible siempre me puede regalar un libro, con probabilidad alta de acertar, si logra evitar los premios Planeta y las trilogías españolas de crímenes y asesinatos en catedrales. Y si no acierta, siempre se puede cambiar por otro libro y asunto concluido. Cuando falla el libro, quedan las otras dos patas del taburete de tres que son los discos y las películas, porque servidora, aunque tengo Kindle, cuenta de iTunes y Netflix, es de esas antiguallas que compra discos y películas (soporte material que lo llaman). Llevaba años detrás de una antología de los Beatles, pero ya me la compré yo, pero aviso que aún me queda la integral de las sinfonías de Mahler, una buena versión de los conciertos de piano de Rachmaninoff (la que tengo no es buena) y mis obsesiones habituales: Frank Sinatra, Pink Martini, Ella Fitzgerald, los años '80, Piazzola, Beethoven y los viejos musicales de Broadway; no me dirán que no hay donde elegir! Y si lo ponen todo junto verán que hay una tienda de centro comercial  bien surtida en esos menesteres, llamada FNAC, que además tiene cheques de regalo. Y eso que ahora les ha dado por vender cafeteras y planchas y, francamente, ha perdido bastante encanto. 

    Al hilo de los pequeños electrodomésticos, ya te aviso, querido amigo invisible, que los detesto, como todo lo que tenga que ver con el menaje de hogar y sus tareas afines, la decoración, las cerámicas y derivados. Pero soy de buen beber y de mejor comer, y si me cayera una buena botella de orujo el día de autos, me iría tan contenta para mi casa, o una cesta de Navidad, con todos sus lazos y espumillones. Me encantan desde que de niña las veía dibujadas en los tebeos de Bruguera y el pobre Carpanta perdía la cabeza por ellas. También soy deportista, de deportes baratos además, como andar por los bosques, correr o nadar, así que salvando la complicación de las tallas, por ese lado también hay cómo dejarme contenta. 

   Y me gustan los tulipanes y las flores blancas, los cuadernos de páginas blancas también, las pashminas de colores que no me hagan parecer una ilustre dama ni una candidata al hogar del pensionista. Y colecciono pañuelos Hermés, que ya sé que son palabras mayores para el presupuesto del amigo invisible pero lo pongo aquí para que vean ustedes que, en el fondo, tampoco soy tan rara. Y si todo ésto no es suficiente como idea, se puede hacer en mi nombre una transferencia a la asociación sin ánimo de lucro que, con voluntad de hierro y generosidad infinita gestiona mi amigo Claudio, gracias al cual, los niños de una escuela de barrio pobre de Puerto Príncipe en Haití comen una vez al día (la única en muchos casos) en el comedor escolar que gestiona la asociación. Visiten su página: www.tisourire.be. Les aseguro que, cada céntimo recogido va a parar allí; sé lo que digo y les ayudo desde hace años porque no se puede guardar el océano en un vaso de agua, y muchas ONG pierden fuelle por pretenderlo, ésta no. 

    Ya ves, querido amigo invisible, yo me ahorraría estas líneas porque tengo la teoría de que en Navidad los niños se merecen todos los juguetes y golosinas del mundo pero los adultos podríamos prescindir de hacernos regalos; como nadie me hace caso, intento facilitarte la tarea. A lo mejor sí que es verdad que soy un poco rara...

    Un abrazo, 
                                     C.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Pues vaya una ocurrencia!

    La "ocurrencia" va a ser dentro de nada una de esas palabras viejunas que solo usamos los que aún leemos a Galdós. Yo la oí mucho en mi niñez:  "pues vaya una ocurrencia" era la frase favorita de madre, abuelos y parientes varios; y aunque la ocurrencia venga definida escuetamente por el diccionario como "idea o pensamiento inesperado", yo añadiría a esas pocas palabras: "con consecuencias casi siempre nefastas". Porque si la idea o pensamiento inesperado sale bien, no hablamos de "ocurrencia" sino de idea brillante, o genial, o simplemente buena. Estamos de acuerdo, no? Les pongo unos ejemplos. 

    No he citado antes a mi padre como usuario de la palabra, porque precisamente mi padre era el rey de las ocurrencias...Con desiguales consecuencias. Sin aburrirles con historietas familiares, les diré que a mi padre se le ocurría pasar por su despacho a coger un papel cuando en casa estábamos esperándolo para salir de vacaciones con las maletas en la puerta, y la grúa le quitaba el coche por dejarlo en doble fila. O se le ocurría llevarme en su Vespa a coger un autobús para ir de excursión sin pararse a pensar que yo iba con maleta. Por no hablar de las muchas veces, al principio de mi exilio estudiantil,  que tuve que desplazarme a oficinas de correos varias porque le pedía un libro que me hacía falta y él aprovechaba el paquete y deslizaba un chorizo y y un salchichón, que en los tiempos anteriores al mercado único no eran mercancías bien recibidas allende los Pirineos. 

    Ayer mismo, leí en la prensa que a un Youtuber inglés  lo han atentido los bomberos a punto de ahogarse porque se le había ocurrido meter la cabeza en un microondas lleno de escayola y con sólo  una pajita para respirar. Porque claro, tiene un canal en Youtube donde para hacer gracia (que es lo único que hacen los Youtubers, y no todos) se admiten todo tipo de ocurrencias peregrinas. Cinco bomberos de la ciudad trabajando durante dos horas para sacar la cabeza del mameluco y posterior traslado a un hospital de la sanidad pública para que lo reanimen. Yo le pasaría la factura de todo ello y lo condenaría a trabajos forzados durante unos años, porque con los Youtubers estoy desarrollando tolerancia cero, precisamente por eso, porque viven de la ocurrencia, no de la reflexión. 

    Pero lo peor de las ocurrencias es cuando en vez de a un padre de familia o a un adolescente descerebrado se le ocurre a un gobernante, y éste incluso convierte la ocurrencia en un estilo de hacer política. Saben de sobra en quién estoy pensando. La última ha sido la de decir que Jerusalén es la capital del estado de Israel, para que mientras él pasa la Navidad en Florida jugando al golf, los habitantes de aquellas tierras se las pasen a pedradas. Y como esa tantas otras. Al ínclito Puigdemont se le ocurrió darse a la fuga tras el 1-O (una infantil manera de llamar la atención) y refugiarse en Bélgica, país de gentes pacíficas a quienes pretende convencer que su integridad  física (con flequillo y gafas) corría peligro  de haberse quedado en España, que es un país lleno de policías torturadores y ciudadanos franquistas, radicales e intolerantes;  y como los belgas no lo saben porque no viajan, no tienen Internet ni leen la prensa, pues ahí está él para explicárselo. Con un poco de suerte, hasta hace caer al mismísimo  gobierno belga en el intento que,  dicho sea de paso, también tiene en su coalición a unos cuantos que gobiernan a golpe de ocurrencia. 

   Las ocurrencias de mi padre eran molestas pero inofensivas, las de los Youtubers, ridículas; pero las de los gobernantes, cuando pasan a la acción,  son peligrosas. A qué estaremos esperando para echarlos?

  

domingo, 10 de diciembre de 2017

A menudo los hijos...

   Cantaba Serrat en una de sus canciones el título de esta entrada:


   Pues sí, como dice el cantor,  a menudo los hijos se nos parecen y con ello nos dan la primera satisfacción. Y a menudo también nos dan la satisfacción de no parecerse en nada a nosotros, que ya es un buen punto de partida para crear un mundo mejor, visto que los que lo poblamos en la actualidad hemos decidido masacrarlo. A veces intentamos que crezcan amando lo que amamos, compartiendo aficiones que se dice en lenguaje hipócrito-burgués; y esos locos bajitos que denominó el gran Gila y a los que cantaba el no menos grande Serrat, hacen lo que quieren y lo que pueden, en muchos casos alejándose de lo que sus padres creíamos haberles inculcado. A veces, incluso para bien. 

   Pienso ésto y escribo mientras me repongo del susto que me ha dado escuchar a mi hija esta tarde cantando un aria de Mozart acompañada por un pianista. De entrada (y cómo no) me he sentido muy mayor, por tener, valga la redundancia,  una hija pequeña tan mayor. Después me he quedado extasiada unos minutos escuchando esa voz que hasta hace dos días me pedía más Cola-Cao por las mañanas o una caja de Playmobil por Navidad. Esa voz aguda, y a la vez cálida, cantando en perfecto francés a Mozart me decía, "ves mamá? no me parezco en nada a tí"; porque yo canto como la que más cuando se trata de villancicos, rancheras y coplas de Marifé de Triana, pero soy negada para el canto con letras grandes; y por supuesto,  incapaz de hacerle frente a un público sentado frente a mí, y ya no digamos si tuviera que maquillarme, vestirme y pintarme para todo ello. Mejor me preparo una oposición ...y de eso les aseguro que sé un poco.  A menudo los hijos, no se nos parecen y también con ello nos dan una satisfacción. 

    Por si fuéramos pocos, al mayor se le dan de miedo las matemáticas, y si todo va como hasta ahora, hará de la ciencia su ganapán, materia esa para la cual yo también soy negada. Las matemáticas consiguieron en mi adolescencia que yo misma dudara de mis capacidades intelectuales y la ciencia ha comenzado a interesarme (vagamente) desde que cumplí cincuenta. Yo habré  comprado libros hasta la locura, y visitado museos hasta la exasperación de mi familia; pregonado hasta la saciedad la necesidad del latín y el legado de la Roma antigua; y nada: el heredero prefiere hacer ecuaciones y derivadas. No se me parece, pero es feliz en lo suyo y yo en lo mío de ser feliz por procuración. 

    Les remito de nuevo a la canción de Serrat: 

 ..."esos locos bajitos que se incorporan
con los ojos abiertos de par en par
sin respeto al horario ni a las costumbres
y a los que por su bien hay que domesticar"... 

    Domesticar? No lo tengo tan claro. Esos hijos que a menudo no se nos parecen, y que nos dan una y otra vez esa lección de humildad, que nos hace falta; que nos mantienen atados al mundo real del cual tenemos tendencia (algunos) a evadirnos, que nos sacan las entretelas y a quienes creemos que hemos moldeado a nuestra imagen y escasa semejanza; esos digo, son los que nos juzgarán implacablemente el día de mañana, y lo harán muchas veces, con la autoridad que les concede el que no se nos parecen en nada, para su bien. Lo sé porque yo, antes que madre he sido y soy hija. Un aria de Mozart que dura dos minutos da para pensar en todo ésto...Imagínense si la cosa sigue por los derroteros del belcanto, el día que cante una ópera, a lo mejor hasta me escribo una novela y todo!

    Les ruego a los amables lectores que perdonen el momento "madre de la Pantoja" que he tenido hoy, después de quinientas entradas escritas (564 con ésta concretamente) puedo flaquear en alguna, no? Porque a menudo los hijos, olvidadas ya las malas noches,  también nos dan satisfacciones, qué caramba!

jueves, 7 de diciembre de 2017

Víspera de santo

    Cuando sea más vieja que ahora o incluso viejísima, quizás recordaré que un día, víspera de mi santo, la ciudad en la que vivía, gris y oscura en esta época del año, se tiñó de ciertos colorines. Y antes de seguir con el argumento, quisiera aclarar que cuando sea viejísima (de entrada me gustaría poder llegar a ser viejísma, claro) quisiera conservar un par de cosas: las piernas ágiles  para caminar y una buena memoria; yo por mí lo guardaría todo, pero me temo que no va a ser así. 

    Pues bien, un día cuando sea viejísima, no sé si esto tan pasado de moda de celebrar los santos seguirá interesándole a alguien. Yo ya me he acostumbrado a pasar por alto este día y a que lo pasen por alto los demás; y no se crean, el camino a recorrer ha sido largo cuando se viene de una casa donde yo era Concha  Tercera después de Concha Primera y Concha Segunda y de un país en el que cuando quisieron quitar la fiesta de mi Santo a favor de Santa Constitución (con toda la razón por otra parte) se echó a la calle en masa y con golpes de pecho. Durante muchos años creí que el día de mi santo era especial, que no lo es en absoluto, y algún día recordaré que en la víspera de uno de esos días ya nada especiales, varios miles de ciudadanos de una región de España vinieron a protestar a donde vivía yo en aquel momento, que no era España. Puede que entonces, con la perspectiva de los años,  lo encuentre aún más absurdo de lo que lo he encontrado hoy. 

    Miren ustedes, en esta ciudad donde vivimos unos cuantos que nos consideramos (sobre todo) ciudadanos de Europa, estamos acostumbrados a que vengan a protestar todos los colectivos, sindicatos y profesiones del mundo. Nos cortan el tráfico, nos obligan a alterar nuestra vida cotidiana, tenemos que madrugar más y organizarnos para llevar y traer niños, no llegar tarde a trabajar, etc. A veces nos rompen los escaparates o las farolas y nos llenan los parques de basura, latas, octavillas y restos de pancartas, pero qué se le va a hacer. En muchos casos vienen gentes que sufren, de países y repúblicas lejanas que hasta cuesta pronunciar, y con problemas serios de torturas, guerras, secuestros, presos políticos y desaparecidos y conflictos gordísimos acompañados de pobreza gordísima también. Los lugareños lo soportamos todo estoicamente porque somos tolerantes para empezar y porque de todo ello también aprendemos que en este primer mundo vivimos casi todos como marqueses comparado con los tres cuartos miserables del globo terraqueo.

    Pero hoy, víspera de mi santo, han venido a protestar unas gentes provenientes de un país rico, donde la gente no pasa hambre (no al menos la mayoría) con democracia y cierto estado del bienestar. Vienen de una región  con buenos transportes, autopistas y aeropuertos; con un nivel cultural y una renta per cápita más alta que la del resto de los ciudadanos de su país, con escuelas punteras y universidades con las mejores calificaciones posibles. Viene quejándose de vivir bajo una dictadura (Franquista, decían muchos que no deben haberse enterado que en nada celebraremos las bodas de Oro de su entierro) de no tener libertad de expresión y de temer que los lleven a la cárcel por sus ideas; aseguran que les roban sus dineros ahorrados con sudores y que Europa hace oidos sordos a todos los atropellos que la policía, el ejército, el gobierno central y hasta la Conferencia episcopal o la liga de fútbol comete en su territorio. Han venido además todos vestidos de amarillo y ondeando esas banderas que son un cruce peligroso entre la cubana y la de cualquier república centroafricana. Quién los entiende? 

    Yo he tenido que andar mucho por la calle hoy, por circunstancias varias, y en cada esquina y cada parada de metro allí estaban ellos, familias enteras de padres, abuelos y nietos de corta edad gritando consignas extrañas y sobre todo, poco veraces. Yo no entro al trapo porque me digo que el mejor servicio que puedo hacerle a mi país es no enfrentarme a otros seres de ese mismo país que es el mío. Lo hago por mis abuelos, que padecieron e hicieron  una guerra donde unos sí entraron al trapo con otros hasta que empezaron a matarse. Lo hago por mis padres, que vivieron, ellos sí, en un país donde faltaba todo eso que a los de amarillo hoy no les falta. Y lo hago por mis hijos, que se merecen un país mejor para el día de mañana. 

   Y mañana es mi santo, que no es nada; pero cuando sea vieja o viejísima,  me acordaré que un año, que no lograré recordar cuál fue, los de amarillo invadieron la ciudad donde vivía pidiendo a gritos algo que ya tenían. Hay que vivir para ver...

lunes, 4 de diciembre de 2017

Más turistas que morcilla

    En mi tierra, cuando sobra algo que no es imprescindible, decimos que hay más días que morcilla. Encuentro muy acertada la expresión, y aplicable a muchas cosas que sobran, y que equivocadamente pensamos que son imprescindibles. Quieren ejemplos? Nos sobran redes sociales, no digo que no tengan sus cosas buenas,  sino que nos roban tiempo, neuronas y  energías que podríamos emplear en otras cosas, bastante más reconfortantes a la larga. Yo, pecadora como todos, empleo esa energía desperdiciada en las redes sociales en estos breves ejercicios de redacción, con pretensiones de crónica y con poco estilo literario, al menos me pienso que hago los deberes, o algo así.

    Sobran igualmente opinadores y tertulianos, que todos presumimos de no verlos, ni oirlos ni leerlos, pero alguien los escucha y los ve cuando sus opiniones a veces consiguen ganar elecciones (a propósito de ello, les recomiendo que lean "What happened" escrito por Hillary Clinton sobre las causas de su derrota electoral); y con ello, sobran medios de información que se pretenden independientes y desdoblados de las grandes empresas de comunicación y luego resulta que son primos hermanos. Sobran comunicadores que no comunican más que alarmas, twitteros de vía estrecha, portavoces, sondeos y sondeadores y probablemente sobramos los blogueros, aunque ésta que lo es lo escribe a modo de terapia. En el fondo no somos más que propagadores de ruido. 

    Y este pasado fin de semana me he dado cuenta (en realidad me había dado cuenta antes pero este fin de semana lo he sufrido) que sobran (o sobramos) millones de turistas dispersos por ciertas ciudades que se han convertido en lugares imposibles de visitar si no lleva una un minucioso plan de ataque con entradas compradas por anticipado, hoteles reservados un año antes y aguante para, a pesar de todo, soportar colas, pisotones, ruido y masas  de repente interesadas por la historia y el arte como nunca lo estuvieron en la historia de la humanidad.  Vengo de pasar dos días en mi adorada París sin poder hacer más que pasear y hacer kilómetros y kilómetros por sus calles que, menos mal, gracias a Napoleon y al baron Haussman son un espectáculo gratuito. Pequeño detalle: estábamos a bajo cero y lloviendo a rachas, y en todas esas caminatas yo hubiera apreciado secar mis pies algún rato en algún museo, por pequeño que fuera, y de paso cultivar mi espíritu sin tener que pagar el impuesto revolucionario de una hora de cola. Para que se hagan una idea, en el Museo de Orsay hay ahora hasta una cola aparte para los que sólo quieren entrar en la tienda a comprar recuerdos...Los que quieren ver a los Impresionistas están castigados  con una o dos horas de seres humanos en fila india. Y todo eso, sin que la Navidad, ni el puente de la Constitución hayan asomado la nariz!   

    Y no le echemos la culpa a los chinos, como de casi todo, porque apenas los he visto más allá de la cola (otra! ) para entrar en la tienda de Louis Vuitton. Somos nosotros, europeos todos y quizás algún americano despistado y varios rusos cargados de bolsas quienes hemos descubierto el turismo como una actividad de fin de semana, como quien hace la compra o invita a los amigos a cenar. Y me temo que las redes sociales y la necesidad de autofotografiarse también tienen su parte de culpa. Los museos tienen colas inenarrables pero sospecho que no por ello ha aumentado el interés humano por la historia del arte y sus protagonistas. Recuerdo con nostalgia, y hasta con estupefacción el año en el  que fui una estudiante pobretona en París, cuando la mejor manera de pasar una tarde de invierno sin pelarse de frío y sin gastar mucho era recorrer una galería del Louvre, o del Quai d'Orsay, o del Jeu de Paume, donde te cruzabas con otros seres que hacían lo mismo que tú, alguna familia de provincias y pequeños grupos de japoneses...Les aseguro que no hablo de los años Cincuenta! Este turismo salvaje y este frenesí por estar en todas partes y retratarse delante de todos los monumentos posibles, como si de una Gymkana se tratase, es algo  muy reciente , yo diría que o más antiguo de cinco o seis años.

    En el caso de París, y creo que en el de  Londres, Nueva York, Roma, Venecia, Florencia, Amsterdam, Barcelona (pre-referéndum) y Madrid, hay más turistas que morcilla, y si la cosa sigue así lo que no va a haber son habitantes!. Y a pesar de todo, siempre nos quedará París... Espero.



  

sábado, 2 de diciembre de 2017

Qué fue de Reagan? (La chica de ayer, 11)

    Eran cuatro hermanos, tres chicos: Reagan, Gadafi y Jomeini, y una chica: Imelda. Todos hijos de  Indira y de Gorbachov, o al menos sus dueños pensaban que Indira los había tenido con Gorbachov...Porque los cuatro hermanos eran cuatro Fox Terriers, un tanto menos Fox Terriers que lo que eran sus padres. A Imelda la separaron de ellos a una tempranísima edad, apenas unos meses porque, cosa extraña, alguien quería a la hembra de la camada, cuando suele ser al contrario. A Jomeini se lo llevó por delante el invierno, y alguna miasma que ni el veterinario se molestó en especificar. Quedaron los otros dos, revoltosos y chillones, destinados a ahuyentar más a las visitas que a los ladrones, de pelo alborotado y tono entre gris y marrón, ojos negrísimos y minúsculos dientes perfectamente alineados.  

Nadie se los quiso llevar, a pesar de los muchos carteles que los niños de la familia pegaron por todo el barrio, porque en la familia ya trajinaban con Indira desde hace años y con su elevada fertilidad, que les habia dejado un par de años antes a  Perón, Arafat y Mao, que como no eran hijos de Gorbachov, eran más presentables estéticamente. Aquellos salieron pronto de casa, y uno de ellos, que ahora se llama "kiki" es el perro del panadero, pero a éstos parecía no quererlos nadie. "Es cosa del nombre" dijo la matriarca, "quién se va a llevar a su casa un perro que se llama Gadafi?";  la abuela asintió y le dio la razón a su hija, como casi siempre, y decidió redoblar la cuota de rosarios para ver si un alma caritativa se llevaba ya de una vez a aquellos dos perrillos chillones que no le dejaban ver el programa de la mañana en paz. "Pues bien que se llevaron a Arafat, que es nombre de  terrorista" dijo el padre, culpable en uno de sus arranques de genialidad de que todos los perros de esa casa tuvieran nombre  de los estadistas de actualidad; "teníamos que haberlos echado al saco y con ellos al río, que es como se hace en mi pueblo, ahora ya es demasaido tarde".

    Efectivamente, así era en su pueblo y en todos los pueblos, en un tiempo en el que los animales no servían para posar ni para ligar en los parques, no se regalaban a los niños por su cumpleaños ni se planteaba que tuvieran valor educativo para la infancia. Las riberas de los ríos españoles rebosaban de sacos de tela con crías de perros y gatos ahogados poco después de nacer, porque eran pocos los perros y gatos que vivían con las personas, y menos aún los que se reproducían. Los animales de ciudad eran una casta mínima y privilegiada, no era cuestión que se multiplicaran. Menos los Fox Terrier de la familia Fernández, que habían conseguido repoblar toda una ciudad de provincias castellana con las sucesivas camadas de Indira. El problema ahora era deshacerse de este Reagan y este Gadafi que hacían ruido, ladraban a todas horas y molestaban a los vecinos, se escapaban escaleras  abajo en cuanto veían la puerta abierta y uno de ellos incluso le mordió la pata del pantalón a Basilio el portero, sin sangre,  por suerte. Los cuatro (que también eran cuatro) niños de la casa estaban encantados con los perrillos, e incluso fomentaban sus escapadas escaleras abajo porque les hacía gracia ver la velocidad a la que conseguían subir y baja desde un séptimo; "no se os ocurrirá sacrificarlos?" Preguntó inquisitoriamente el hermano portavoz, "tenemos que buscarles una casa" añadió, dejando claro que a sus diez años, una nueva generación de españoles, amigos de los animales y defensores de sus derechos, estaba velando armas. 

    El conflicto entre padres, hijos, abuela y vecinos, parecía entrar en un callejón sin salida hasta que un día, la madre Fernández y su asistenta Joaquina, en plena operación limpieza del salón, enrollaron una alfombra con la intención de sacudirla por el balcón. "Señora, parece que pesa más de la cuenta esta alfombra, " y la Señora:  "dale Joaquina, que para el mes de marzo vaya rasca que hace". En el minuto siguiente, una bola de pelo gris pardo se precipitó desde el séptimo hacia abajo a una velocidad bastante mayor de la que cogía por la escalera porque,  evidentemente, la alfombra pesaba por algo más que por el polvo acumulado durante el invierno. Y a los cinco minutos, la señora Fernández, Joaquina y Basilio el portero ya habían metido el cadáver de Reagan en una bolsa de basura, con la consigna compartida de "aquí no ha pasado nada". Cuando el padre de familia llegó por la tarde preguntó inocentemente si habían visto por la televisión las imágenes del atentado contra Reagan, de aquel mismo día, y Joaquina, que se estaba marchando, echó una lagrimita sólo por oir el nombre. El hermano portavoz preguntó por el perro en falta y la madre, mientras le daba la vuelta a la tortilla de patatas dijo " no os lo he dicho? Un primo de Basilio, de su pueblo, se lo ha llevado hoy mismo, estaba de paso en la ciudad". La abuela decidió añadir esa noche una novena más por el alma del finado Reagan y por la curación del otro, que estaba hospitalizado. Al fin y al cabo, se dijo, todos son hijos de Dios.