martes, 24 de diciembre de 2019

Con el árbol al hombro

       Nunca se había planteado en aquella casa poner un árbol artificial, ni siquiera en los tiempos más recalcitrantes  de la militancia ecológica. Desde siempre, año tras año, el Pater Familias iba al parking de un centro comercial cercano donde un leñador autóctono elegía para ellos el abeto más frondoso, fresco y espectacular de todos los que tenía expuestos para la venta. De una manera o de otra aquel abeto llegaba al hogar familiar, donde presidía el salón durante casi un mes, desde lo alto de su más de metro ochenta hasta que las ramas, secas y cargadas excesivalmente de bolas por los pequeños de la casa,  iban cediendo  y partiéndose. Cada año, la cuesta de enero se iniciaba con el pobre abeto en la acera,  esperando ser recogido por los servicios de limpieza de la ciudad pasados los Reyes.

    Los años han ido pasando, los árboles de plástico son cada vez primorosos y dan mejor el pego, aunque vengan en avión desde China y los fabriquen niños que ganan un dolar al mes, y los protagonistas de nuestra historia han ido cumpliendo años: el leñador sigue vendiendo sus abetos, cada vez menos y más caros, y nuestra familia, dispersa por varios países,  sólo se reúne por Navidad, con árbol por medio eso sí. Los padres son ya una pareja de sexagenarios  en forma que disimulan muy bien su edad,  viajan de un país a otro todo lo que pueden, siguen haciendo deporte y disfrutan como locos de una más que merecida jubilación.

   Llegado el mes de diciembre comienza el debate. Ella, pragmática como es, lanza al aire no la posibilidad de un árbol de plástico  (le costaría una petición de divorcio) pero sí al menos la de cambiar de proovedor y buscar uno que lo traiga a domicilio. El responde airadamente que el árbol hay que elegirlo donde siempre porque en aquel puesto se ven, se huelen, y vienen de los bosques cercanos. Ella le recuerda que el año pasado lo trajeron entre los dos al hombro, haciendo un trayecto de menos de quinientos metros en más de media hora y que la hazaña les costo al uno un lumbago y a la otra un par de sesiones de osteópata.  No hay negociación posible, el árbol pequeño con su tiesto y todo ni se plantea: o abeto de metro ochenta, o no hay Navidad posible! Y por supuesto,  la juventud llegará el 24 a mesa puesta, así que tampoco hay porteadores.

    El leñador sonríe a sus clientes habituales y, como siempre,  elige un abeto Nordmann bien formado, fresco porque lo cortaron hace dos días,  y mira de reojo y con cierta conmiseración a sus compradores cuando éstos deciden que aquel ejemplar más alto que ambos es el que van a acarrear hasta casa con sangre, sudor y, probablemente dolor de espalda. Según salen del parking, un par de chiquillos de no más de quince años  les proponen llevarlo hasta donde ellos quierar propina mediante y ella ve el cielo abierto. "Hay que redistribuir el capital", dice ante  la reticencia del marido que piensa que el signo de la decadencia física llegará el día que no sea capaz de llevar el árbol al hombro hasta su casa. Los chavales son despiertos y serviciales, en poco más de diez minutos llegan al portal y ella les da una generosa propina y un poco de charleta mientras su marido se encarga del árbol que apenas pasa por la puerta de la calle.

    Por la noche, tras varias horas dedicadas al esfuerzo decorativo,  queda inaugurado el abeto navideño con todas sus luces y sus adornos cuidadosamente elegidos, descartadas las bolas y espumillones estridentes todos ellos y colocados siguiendo una estética para la cual ella nunca ha tenido paciencia ni habilidad. Tampoco hubiera podido ayudar mucho porque ha pasado toda la tarde al teléfono anulando tarjetas de crédito y similares: los chavalillos además de arrimar el abeto hasta su casa,  se arrimaron peligrosamente al bolso de nuestra protagonista. No se lo ha contado a su marido, con lo contento que está, total para qué...Al fin y al cabo, había que redistribuir el capital.