miércoles, 29 de abril de 2020

El túnel de lavado

   Nunca me ha gustado la oscuridad, ni atravesar túneles donde desde la entrada no se ve la salida. Probablemente sea un trauma infantil, al que contribuyó en sobremanera mi padre, ingeniero frustrado que cuando abrieron el túnel de Guadarrama (tres kilómetros en ambos sentidos) nos llevaba una y otra vez a Madrid con cualquier excusa tonta, porque lo que él quería era atravesar ese túnel que él consideraba la novena maravilla del mundo (la octava era la presa de Aldeadávila pero esa la dejo para otro día). A mí los minutos que se tardaba en pasar aquel sitio oscuro con lucecitas, que además era de peaje,  se me hacían eternos; y aún a día de hoy, cuando lo atravieso, y aun aplicando mi raciocinio de adulta que entonces no tenía, me sigue gustando más la salida que la entrada. 

    Otro túnel espantoso que mi padre descubrió y me descubrió sin darse cuenta que no me gustaba un pelo era el del lavado de coche, menos largo y con algo más de luz, pero con un ruido atroz y unas escobas que te barren empapadas en una espuma jabonosa mezclada con la propia suciedad del coche y rematado el paseo con un ventilador que cuando seca el coche te dan ganas de agarrarte al asiento no sea que salgas disparada. Sometí a mi hijo cuando era pequeño a semejante tortura y se agarró a mi cuello hasta hacerme sangre, deduje que lo del tunel de lavado no era una cosa para niños, y que a pesar de estar crecidita yo seguía prefiriendo no meterme en ellos.Donde esté la luz que se quiten los pasadizos. 

   Y justamente, desde hace exactamente seis semanas tengo la sensación de estar metida en un túnel de lavado, en esta ocasión bien acompañada por el resto de la humanidad y a pelo,  sin el escudo protector del coche. No creo que se nos presente otra ocasión en la vida, no al menos a los que pasamos de cincuenta, de entrar en un paréntesis que nos de tiempo a pensar (a mí, además a escribir) a recapacitar, a echar la vista atrás y ver ciertos errores que no hay que cometer. Hemos entrado en este túnel de lavado pensando que serían unos ejercicios espirituales de dos o tres semanas, unas vacaciones gratis, vaya; bien acompañados por Netflix y por los entrenadores y profesores de yoga On Line y con el supermercado abierto, desprovisto de tintes y levadura pero rebosante de todo lo demás. El maldito túnel está siendo más largo de lo que esperábamos, porque nos están echando jabón a raudales para limpiar tanto despropósito como cometimos; de paso nos han lavado con lejía para desinfectarnos de ideas ridículas como la de ser los amos del universo sin miedo al mañana, o que la democracia es gratis y que la extrema derecha no es tan extrema sino solo una panda de gente cabreada. En el mismo túnel nos están dando unas buenas friegas con unas escobillas de cerda dura que nos están quitando la venda de los ojos, esa que no nos dejaba ver el cochambroso futuro que les hemos estado preparando a nuestros hijos y nietos, si es que algún día nuestros hijos consiguen darnos esos nietos. Cuando ya pensábamos que estábamos saliendo del atolladero, el túnel nos regala una buena pasada de ventilador que alborote nuestras cabelleras faltas de peluquería y nos recuerde que el cementerio está lleno de imprescindibles que además, por desgracia, cobran bastante poco al mes. Al salir del túnel aun necesitaremos una buena pasada de bayeta para sacarle brillo a unas carrocerías maltratadas por tanto confinamiento, esperando que el maltrato se resuma a un poco más de artrosis y no a un aumento de bilis, que es muy mala consejera para lo que viene después. 

    Se acerca el mes de mayo y con él, la salida de un túnel en el que era inevitable meterse, pero del que nos han aconsejado que salgamos con prudencia y responsabilidad. Seremos capaces? Si metemos la pata a partir de ahora, ya no tendremos el recurso fácil de echarle la culpa al gobierno, a los sabios epidemiólogos y a las multinacionales farmacéuticas. Ahora nos toca a nosotros, señoras y señores ciudadanos a punto de salir de una buena e inesperada sesión de lavado. A ver cómo nos portamos.

domingo, 26 de abril de 2020

Caperucita en Pandemia (Los cuentos de la plaga, 3)

    No es un día cualquiera, hoy domingo 26 de abril, Caperucita podrá salir a la calle, eso sí,  acompañada de su madre o su padre y sin miedo al lobo, portándose bien e intentando no alejarse mucho de casa. Papá y mamá llevan varios días anunciándolo y por fin llegó el gran momento. 
- Vamos Caperucita, arréglate rápido que tenemos que salir. Ponte la caperuza roja si quieres, pero sobre todo, ponte la máscara, aunque sea azul y no haga juego con el resto. Tenemos que ir a ver a la abuela.
- Pero mamá, si yo soy mayor, he ido mil veces a llevarle cosas a la abuela yo solita.Dame la cesta!
- Sí, pero te acuerdas que desde hace mes y medio no sales a la calle? Hoy tenemos permiso, así que vamos a ir juntas a ver a la abuela, a llevarle una cesta un poco más grande con cosas que ella echa de menos porque no puede salir a comprarlas: una buena botella de Oporto, una lata de espárragos Cojonudos, otra de perdices en escabeche, las pilas de recambio para el audífono, y las cuatro temporadas de la serie sobre la reina Isabel de Inglaterra en DVD, que ella todavía tiene el aparato, a ver si se engancha.
-Y no puedo ir yo sola? si ya sé lo que tengo que hacer si me encuentro con el lobo!
- No, no puedes salir sola, lo ha dicho el gobierno. Ahora no hay peligro de que te encuentres con el lobo, porque ni él mismo se atreve a salir. Y recuerdas lo que te conté del bicho minúsculo con docenas de cabecitas con corona? A ese es al que hay que tenerle miedo. 
- La historia del bicho con las coronitas ya la hemos dado en las clases de "Science" del Tele Cole, es un rollo...Y además la profe lo pronuncia en español, porque dice que "Coronavirus" es complicado de decir en inglés.
-Bueno pues ya sabes todo lo que hay que saber. Es un bicho minúsculo, no tiene dientes, no habla y no puede comerte como el lobo, pero es muy peligroso. Nadie sabe qué hacer con él y menos contra él. Vino desde muy lejos, gracias a los aviones, y en lo que inventan la vacuna, no hay mejor manera de evitarlo que quedarnos en casa. Por eso llevas más de un mes sin salir, portándote como una reina y aplaudiendo en el balcón cada tarde. Por eso papá y mamá están en casa y se encierran por turno en una habitación que llamamos "oficina", donde tú ya sabes que no puedes entrar cuando el semáforo está rojo. Por eso no podemos ver a la abuela, a pesar de que está sola y muy aburrida, ni tú tampoco puedes jugar con  tus amigos y pasas muchas horas viendo "La patrulla canina" cuando antes solo tenías permiso los sábados. Por eso nos lavamos las manos todo el tiempo, una y otra vez, y te reñimos cuando te muerdes las uñas todavía más de lo que te reñíamos antes. Y por eso, a veces, aunque intentamos que no se nos note, nos ves tristes o de mal humor sin que tengas tú la culpa.
- Ya, eso ya lo sé...En el Tele Cole dicen que ahora vivimos en un país llamado Pandemia, donde nadie puede ir de viaje a ningún sitio, y eso que es un país enorme que abarca todo el planeta. Cuando dejemos de llamarnos Pandemia, volveremos a hacer las cosas que hacíamos antes? 
- Cuando dejemos de llamarnos Pandemia intentaremos hacer las cosas un poco mejor que antes. Gastaremos menos en cosas inútiles, usaremos la ropa más temporadas, dejaremos de volar a todas horas, intentaremos contaminar un poco menos y preocuparnos un poco más por la gente que sufre. Dejaremos de comer fresas en diciembre y setas en junio, y ensuciaremos un poco menos las playas, que ahora están que da gusto verlas.  Y lo más importante: le pagaremos a todos los que en estas semanas se han ocupado de nosotros el sueldo que se merecen, que gana muy poquito para tener unos trabajos tan importantes, apunta: los enfermeros, los policías, los cajeros de supermercado, los limpiadores de los hospitales, los barrenderos, repartidores y mensajeros, los camioneros y  los que vienen con la moto a traernos las infinitas pizzas que te has comido estos días, sin olvidar a la señora que limpia nuestra casa, que encima ni ha podido trabajar en todo este tiempo y vaya si la echamos de menos! Y no mataremos al lobo a pesar de que te salga al paso camino de casa de la abuela: los animales son parte de una naturaleza que hemos maltratado sin piedad...Y que ahora se está vengando de nosotros. 
- Todo eso vais a hacer? 
- No Caperucita, nosotros somos mayores y podremos hacer poco, o durante pocos años;  pero todo eso, con un poco de suerte, lo vais a hacer vosotros, que no se os va a olvidar todo este tiempo que habéis pasado encerrados en casa sin saber muy bien los motivos. Vais a ser los campeones de un nuevo mundo, que si haceis las cosas bien, no va a volver a llamarse Pandemia. 
- Mola!
-Pue eso. Vámonos a la calle que hoy es un gran día para los de tu tamaño!

jueves, 23 de abril de 2020

la rubia que leía

    La rubia es una rubia de manual, aunque su pelo era originalmente castaño. Ojos grandes, nariz perfecta, labios marcados por la naturaleza antes de que el Bótox los fabricara en serie; delantera imponente, caderas rotundas, desparpajo natural y una presencia que se come la cámara a bocados; y al cámara con ella. Todos la miran con admiración, deseo y sobre todo, con lascivia, y ella lo sabe, pero para eso es actriz, para despertar sueños en quien la mira, y también sueños eróticos, para qué discriminar. 

   La rubia no tiene un carácter fácil, ni tampoco ha tenido una vida fácil hasta llegar al pedestal en el que está subida. Es tan guapa como neurótica; llega siempre tarde sin disculparse y frecuentemente con una copa de más:  presume de beber Dom Pérignon del 53 pero a la hora de la verdad, cualquier líquido subidito de grados le vale. Es obsesiva y sufre ataques de ansiedad que todos le perdonan, unos por que desean acostarse con ella, otros por simple compasión y muchos porque piensan que ser una estrella de Hollywood en los años dorados requiere ciertos comportamientos extraños. 

   Y hablando de comportamientos extraños: la rubia lee.  Y lee mucho, siempre que puede, en cualquier pausa del rodaje, en los interminables trayectos desde el plató hasta su casa, en los atardeceres de California mientras apura la copa de Dom Pérignon, en las noches de insomnio y en las mañanas de resaca. Y tiene en su casa una enorme biblioteca con más de  cuatrocientos libros, que han salido a subasta después de su extraña muerte, que no les cuento porque para eso tienen ustedes la Wikipedia. 

   En la biblioteca de la rubia tienen un lugar de honor los grandes clásicos norteamericanos: Steinbeck, Walt Withman (su poeta preferido) Ernest Hemingway y Scott Fitzgerald, Saul Bellow y Truman Capote;  o los ingleses: Graham Greene, Lawrence Durrell y Joseph Conrad, se acepta Conrad como inglés? Con todos ellos también en mi biblioteca,  le alabo el gusto. Se atrevió con los franceses, leyendo las obras completas de Camus (otro punto para la rubia) y dándole un sitio de honor a "Madame Bovary", el teatro de Molière y "Nana" de Zola. Fue una lectora compulsiva de obras de teatro y hasta se casó con un dramaturgo del que jamás elogió sus obras en público, como sí hizo con las de Eugene O'Neill, Tennessee Williams o Bernard Shaw. En la biblioteca personal aparecieron "El Capital" de Karl Marx y "La democracia en América" de Toqueville, obras que, excepto Obama y Clinton, creo que todos los presidentes norteamericanos desconocen. Leyó "Poeta en Nueva York" de García Lorca y las obras completas de Alberti. Y admiro a la rubia por haber leído dos libros que a mí, lectora compulsiva,  se me resisten desde tiempos inmemoriales : el "Ulises" de Joyce y "La montaña mágica" de Thomas Mann. 

    Como ven, aquí estoy para celebrar el día del libro con ustedes, yo que pensaba que este año sería el primero en el que faltaría a una de mis sacrosantas citas blogueras. Ya les he dejado en el párrafo anterior una buena lista de sugerencias lectoras, para vidas confinadas y espíritus libres, como el de nuestra rubia que leía. Por cierto, supongo que ya saben ustedes quién es, pero por si acaso: se llamaba Marylin y murió de una sobredosis de barbitúricos el 5 de agosto de 1962. Seguro que tenía un libro en su mesilla de noche, pero ese detalle no ha pasado a la posteridad.

domingo, 19 de abril de 2020

A mis seres de ultratumba (A veces llegan cartas, 2)

    Queridos papá, abuela, abuelo, tía Lola, tío Alfonso, tía Marisa y Tía Clemen, y todos los que no nombro pero que sois mis antepasados, de los que tanto aprendí: no sabéis lo que os estaís perdiendo...Si el más allá existe (tengo mis dudas) y si os permite mirar para abajo, ya os hacéis una idea, tampoco es cosa de aburrir a mis lectores con descripciones de lo que todos sabemos. 

   Abuelo, tú que eres viejo de profesión, no te asustarás, porque ya pasaste tu susto con la gripe española, que te hizo volver deprisa y corriendo de París, donde tan bien lo estabas pasando. Y no, abuela, con rezar un rosario extra y tres novenas no se nos va a quitar el virus de en medio, aunque si es por novenas, tú echa las que hagan falta, en estos momentos hay que buscar cosas que a uno le traigan paz, que de la intranquilidad ya se encargan las redes sociales. Las redes sociales? Vaya, un poco complicado explicarlo brevemente, pero es algo que en la vida cotidiana informa y te conecta con mucho gente y en estos tiempos recios, te pone a cien por hora. 

   Tampoco hemos llegado a la fase de hacer croquetas "de nada", darle la vuelta a los cuellos de las camisas ni contar las uvas por unidades, tía Lola. En este cambalache que podría parecer una guerra, no se disparan tiros y los supermercados están llenos, más o menos. Ahora que, buena parte de tus mañas nos vendrían muy bien para teñirnos y cortarnos el pelo, arreglar la ropa que no nos va a entrar visto lo que comemos y lo poco que nos movemos e intentar hacer bizcochos sin levadura, que se ha convertido en un producto de estraperlo que ríete tú de cuando los portugueses venían con el café de estranjis. 

   Hambre? No, por suerte. Aunque cuando nos saquen de la cuarentena, mucha gente lo va a pasar muy mal, si es que eso no está ocurriendo ya. Que sí, que sí, que ya sé que vosotros pasasteis una guerra y muchos años después parecía que la guerra no había terminado, pero esto es otra cosa. No sé si habrá que desarrollar ciertas mañas, como cuando tía Marisa y tía Clemen iban a un hotel de lujo en Sevilla haciéndose pasar por princesas rusas para que los ricos indianos las invitaran a merendar (en los años cuarenta, ser rubia en Sevilla era una anomalía que ayudaba)  y también un tanto de imaginación, de la que vosotros andábais sobrados y ahora, por culpa de las pantallas y sus efectos perversos, nos falta. Pantallas de ordenador, tío Alfonso, no de cine; a tí curioso intelectualmente como eras, te habrían encantado. Y de paso habrías practicado, con todo tipo de facilidades, ese ruso queaprendiste por tu cuenta y con muchas dificultades.

   No os aburro más, que sepais que en estos días, tengo mucho tiempo para pensar y poner por escrito mis pensamientos. Se llama Blog y os lo explicaré otro día. En esos pensamientos me digo que he sido muy afortunada por haberos conocido, disfrutado, escuchado y acompañado en lo que quizá no fueron los mejores años de vuestra vida, pero sí de la mía. Portaos bien allá donde estéis, y no, tía Clemen, lo que he publicado es un libro de cuentos, no una novela, y no sé como te extraña que yo haya salido tan cuentista...De quién habré aprendido? 

  Una brazo a todos, os quiero, 

        Concha (aqui, "la Bloguera")

miércoles, 15 de abril de 2020

Carta para ET (A veces llegan cartas, 1)

    Querido ET,
aunque nos seguirás de cerca por Internet, no sé si consigues hacerte una idea de  todo lo que nos está sucediendo. Como últimamente no nos hemos comunicado mucho, a pesar de que yo me paso el día conectado a mil chivaches electrónicos, intento darte una versión resumida, y eso que ni yo mismo me explico muy bien como éramos tan felices sin darnos cuenta. 

   El punto de partida es simple: un virus salta de un animal al ser humano, y lo que podría ser un simple catarro se convierte en una enfermedad fea, y en muchos casos,  grave. La cosa empieza en China,  que nos parece a todos un país remoto donde llegó Marco Polo una vez y luego no fue nadie más, y resulta que China está a un tiro de piedra. Como en China hay muchísimos chinos, y a los demás nos gusta pensar que esas cosas que les suceden a ellos son cosas de chinos, ahí los dejamos con sus toses y nos pusimos a celebrar la Navidad, y después las rebajas. 

    Pero, ay! Esas naves no espaciales llamadas aviones, que a tí te asombraban tanto (y eso que la tuya era mucho más rápida y técnicamente mejor) van cargadas de gente que va y viene por todas partes, y llevaron a esos chinos por todo el mundo y a todos los que sin ser chinos ya estaban tosiendo. Primero le tocó a Italia, país que no conoces, pero cuando el bicho feo llegó a la California que sí conoces, ya se contaban los muertos por decenas de miles. Que si no tenemos médicos? Claro que sí, y buenísimos; y enfermeros, y hospitales, y medicinas alucinantes contra el cáncer y unos cirujanos que te reconstruyen la cara cuando te la muerde un perro...Pero no tenemos por ahora la cura para este bicho que tiene las patas muy largas aunque sean microscópicas. 

    No te puedes imaginar la que se ha montado, en todo este planeta, no se ha librado nadie. Y a pesar de lo listos que parecemos y de creer tenerlo todo bajo control, el virus está incontrolado y resulta que allá por donde pasa la gente se enferma, muchos se mueren y la única manera de pararlo es quedarnos en casa y lavarnos las manos veinte veces al día. Que qué hacen los que nos gobiernan? Pues hacen lo que pueden, unos aciertan a la primera y otros a la cuarta, porque para algo tan gordo com esto nadie estaba enseñado. Yo tampoco sabía qué hacer el día que te encontré cuando salí a recoger las pizzas que traían a casa; tampoco sabían qué hacer contigo y conmigo aquellos científicos que se liaron a hacernos pruebas y envolvieron mi casa en trapos blancos, ni tampoco sabría qué hacer mañana si voy caminando por el bosque y me encuentro con un oso: me quedo quieto? Salgo corriendo? Le hago carantoñas? Pues lo mismo pasa con la COVID 19 (que así se llama nuestro invitado sorpresa) que nadie sabía nada de él, ahora que, todo el mundo tiene una opinión de cómo atajarlo. 

    Mi querido ET, ahora no es momento de que me hagas una visita sorpresa como la de la última Navidad (la del vídeo al final de esta carta) pero si vinieras, por favor, haz que volemos en la bicicleta y nos vayamos muy lejos de este bicho, y de todos los que siendo personas se comportan como bichos; si al final decides marcharte en tu nave visto lo poco acogedores que estamos en estos días, te diré como las otras veces : "estaré aquí mismo". 

   Tu amigo,  Elliott. 



                   

domingo, 12 de abril de 2020

Una de estadísticas

   Ahora que ya hemos cumplido un mes de encierro, me puedo dar el gustazo de publicar mis números, visto que, como por fin  somos todos ministros de sanidad, virólogos y expertos en la China y en estadísticas, todo el mundo va a entenderlas. Otra cosa es la interpretación, claro. 

    Calculo unas seis visitas al supermercado, en las que he comprado básicamente productos lácteos, pollo, fiambres y quesos, papel higiénico y algún producto de limpieza; ni carne, ni pescado, ni fruta ni verduras,  para los cuales ya tengo mis proveedores. La factura ronda los cien euros por visita y eso supone, según mi cuenta de la vieja que soy, un 20% más caro que en tiempo de paz. La inflación ya está aquí. Por otro lado, cero euros en gasolina, ni un bonobús y cero otros gastos que no sean los alimentarios y de mantenimiento de este búnker llamado casa en el cada uno de nosotros vivimos refugiados. Para cuando volvamos a echarnos a la calle a comprar, todo nos parecerá carísimo y superfluo, visto que llevamos un mes sin comprar nada. Yo,  que ya era tendente al bajo consumo,  miedo me doy... Por otro lado, anoto que llevamos ya cinco litros de lejía, un par de botes de alcohol y dos mochos de fregona: la lejía va a ser el petroleo del siglo XXI, y si no, al tiempo.

   Mi pelo canoso asoma un centímetro y medio por debajo del tinte. La conclusión es que el pelo (o por lo menos el mío) crece un centímetro y medio al mes, cosa que yo desconocía porque a la menor ya estaba precipitándome en los brazos de mi peluquero, al cual saludo con estas líneas porque aparte de pasarlo económicamente mal en esta racha, no sé si sabe lo imprescindible que es para muchas de nosotras. Y no descarto tampoco que para muchos de ellos.

    Hago de media entre dos y cinco llamadas de teléfono (en sus distintas modalidades) al día. principalmente a mis amigos y seres queridos que viven solos. Haciendo una media aritmética sencilla, me salen, por lo bajo, casi cien llamadas de teléfono, que si me dicen hace un mes que las iba a hacer (y no cuento las que recibo) me hubiera dado un soponcio. Y no solo no me ha dado sino que llevo el apunte y voy tachando de la lista y añadiendo sistemáticamente a los que llamé y hay que volver a llamar. Saco dos conclusiones de esta estadística: que demasiada gente vive sola y que yo tengo una modalidad del horror vacui que es vacío de conversaciones. Cuando acabe el confinamiento me lo hago mirar.

    En un mes he escrito dieciséis (con esta de hoy) entradas de un blog que había abandonado. Alguna de ellas ha tenido hasta quinientas visitas pero también alguna me ha valido para que me retiren el saludo y sin contar a mi primo (al que le doy asco, se acuerdan? ) he quitado de mis redes sociales al menos a diez personas y sospecho que he sido quitada de unas cuantas, todo ello con gran alivio espiritual por mi parte. Me leo entre cuatro y seis periódicos diarios, de varias tendencias y colores,  para poder hacerme una cierta fotografía mental de la realidad, asunto que me sustrae una hora diaria de mi tiempo, que en estos momentos se ha estirado como un chicle a pesar de las muchas tareas que me invento,  porque yo soy lo más parecido que una persona puede ser a una bicicleta: si no pedaleo, me caigo.

   Y con este resumen cierro mis estadísticas, nunca mejor dicho, de andar por casa. Las he puesto por escrito porque el objetivo de este encierro, aparte de no enfermar, es recordarlo. Y salir de él siendo los mismos, y si es posible,  mejores. A los que salgan empeorados, partiendo de la base de que ya eran tirando a malos, les daremos una soberana patada en el trasero cuando se pueda porque, recuerden: #ahoranoesmomento. Felices pascuas.

miércoles, 8 de abril de 2020

Pretérito Imperfecto

   En estos días, mi hijo tenía que estar aquí con nosotros, era su  única semana de vacaciones. Después, nosotros le íbamos a acompañar hasta España, mi país que tanto me duele ahora y que hasta hace poco era sólo el sitio de mi recreo.  El tenía que coger un avión, nosotros también, de esos aviones que contaminaban, de acuerdo, pero que nos llevaban a algunos a sitios estupendos donde pasábamos las vacaciones o compartíamos muy buenos ratos con nuestros seres queridos. 

    Antes de esos días tan necesarios de vacaciones, mi marido y yo íbamos a ir a Madrid, esa ciudad que ahora es triste pero que entonces era alegre, donde íbamos a encontrarnos con amigos muy querídos que le iban a cantar a mi santo el cumpleaños feliz más alegre  y entonado del mundo, el que sólo los amigos que te echan mucho de menos son capaces de cantar. También me iba a visitar mi amiga la boloñesa, a la que no veía desde hacía una eternidad, y planeábamos quedarnos afónicas charlando durante las dos noches que ella iba a pasar en mi casa. 

    En las vacaciones españolas, mi hija se iba a comprar un vestido para su graduación que iba a ser en julio y que, de paso, nos iba a traer a la abuela hasta estas tierras, como ya hizo cuando se graduó el hermano. Ella iba a graduarse y después se iba a marchar de viaje a Italia con sus amigas, que después de unos exámenes de selectividad que iba a estudiar con ahínco, bien se lo merecía.

  Mi señora de la limpieza iba a irse a ver a su familia al Ecuador, a la que parcialmente mantenía con lo que ganaba deslomándose en mi casa y en otras casas como la mía. Mi marido iba a enseñarles la Alhambra de Granada a unos chavales que iban ilusionados a un viaje de estudios que para muchos significaba la primera vez que subían a un avión y salían al extranjero. Yo iba a publicar un libro que me había apartado de ustedes y de este blog durante varios meses y lo iba a promocionar por las ferias del libro que no se van a celebrar.

    Todas estas cosas (y unas cuantas más que me callo) íbamos a hacer cuando éramos felices y ni siquiera lo sabíamos. Ahora somos felices con moderación y con cierta cuota de miedo y lo que seremos de aquí a unos meses nadie lo sabe; ni Fernando Simón, ni el gobierno, ni su lamentable oposición, ni los tierraplanistas que habitan en Twitter, aunque estos últimos quizás tienen un plan que los demás no tenemos porque hemos aprendido a aparcar los planes en lo que peleamos por estar vivos. Si se fijan ustedes en los cuatro párrafos anteriores de esta entrada, estarán ustedes de acuerdo conmigo en que el prtérito imperfecto es un tiempo verbal muy triste...Y que el presente lo evitamos, en lo que llega un futuro que esperamos sea algo menos que imperfecto.

   

domingo, 5 de abril de 2020

Cruasanes con tres erres (Los cuentos de la plaga, 2)

    Es un señor de mediana edad, cincuenta y tantos, pocas canas, gafas de pasta, cara redonda y algún kilo de más. Odile ya lo tiene catalogado y catado como a la mayoría de los clientes de su panadería: lunes y jueves un pan de siete cereales cortado en lonchas; los sábados una baguette y dos cruasanes; a veces vuelve el domingo, a veces no. Los cruasanes,  con esa pronunciación con tres erres delatan que el señor no es lugareño, español quizás, hay tantos extranjeros por este barrio... Pero es alguien que vive solo (siempre la misma corbata y la camisa mal planchada) y habla poco, apenas un saludo durante la semana, se ve que tiene prisa; el sábado interactúa algo más, casi siempre preguntando donde puede encontrar una tintorería, alguien que le coja el bajo de los pantalones, cosas así. No es el más dicharachero de sus clientes habituales, pero si el más habitual entre ellos, muy pocas veces falla. 

   Odile también está navegando en esa mediana edad con un divorcio sin hijos a sus espaldas, un intento de ser agente inmobiliaria con poco éxito e incluso amenaza de estafa y de juzgado y una reconversión tardía en panadera gracias a uno de sus antiguos compañeros de trabajo. Es alta, ojos verdes, mechas impecables recogidas en una cola de caballo y jerseys de buena marca bajo el delantal de panadera que delatan un pasado de tiendas caras y tiempos mejores. Y sobre todo es simpática y buena vendedora (si se es capaz de vender un piso se puede vender pan, se dijo a sí misma en el momento del volantazo vital); tiene la memoria necesaria para darle a cada cliente lo que pide, visto que los de costumbre siempre piden lo mismo. Para los niños buenos siempre hay una galleta, para los jubilados con estrecheces a fin de mes, hay crédito; a los refugiados kurdos que conoció en la parada del metro les da casi todos los días los restos invendidos de la jornada anterior. La caja responde y los jefes están contentos; y ella misma también lo está, a pesar de las largas jornadas y la soledad de su pisito de cuarenta metros al final del día. Los hombres se fijan en ella, alguno incluso más de la cuenta, los hay que piensa que con la baguette algún día vendrá el número de teléfono. Odile siente curiosidad, incluso atracción  por nuestro cliente metódico, el de los cruasanes con tres erres, pero a él solo parece interesarle practicar un poco de francés preguntando direcciones e informaciones varias. Es amable, tiene una mirada profunda y curiosa tras sus gafas de pasta, y va pidiendo a gritos compañía aunque no se lo cuente a nadie.

    La panadería es un negocio rutinario: siempre los mismos clientes del vecindario, siempre se venden las mismas cosas, siempre las mismas conversaciones, bendita rutina que a Odile, tras una vida con más sobresaltos de los deseables le da cierto sosiego. La primavera está llegando adelantada este año y en las noticias se habla de un extraño mal que traen viajeros de oriente y que provoca tos y fiebre entre otras cosas peores. Hay que ponerse una máscara dice el jefe, y la sonrisa de Odile se queda perdida tras ella a la vez que las conversaciones se acortan. Los jubilados dejan de venir, parece ser que el bicho se ensaña con ellos: Odile se presta a llevarles el pan al menos un par de veces por semana. Nuestro cliente de lunes y jueves sigue viniendo los mismos lunes y los mismos jueves y llevándose el mismo pan. Los días soleados se suceden mientras la tos de muchos se convierte en alerta sanitaria, cierre de colegios y pánico generalizado porque hay de qué;  y el trabajo placentero y rutinario de Odile deja de serlo. El sábado viene nuestro cliente con una máscara a llevarse los cruasanes que,  dice, apenas le saben a nada. Odile le añade dos más, con chocolate,  a ver si así mejora y por primera vez en sus muchos años tras el mostrador a punto está de darle el teléfono a un cliente. "Vaya usted al médico" le dice, y él sonríe con su mueca habitual y responde "y usted cuídese ahí detrás, que la necesitamos", provocando que los verdísimos ojos de Odile se iluminen como no lo habían hecho desde que esta pesadilla se adueñó del destino de todos. 

   El siguiente lunes y el siguiente jueves no hubo visita. Tampoco el sábado, ni los siguientes lunes ni los siguientes jueves, maldito el día en el que estuvo a punto de darle su teléfono... Los jubilados con servicio de panadería a domicilio siguen vivos y encerrados, las familias con niños se llevan los pedidos por partida doble porque, parece ser que el confinamiento multiplica el número de bocadillos. Pasan un par de semanas y el señor de las gafas de pasta y la media sonrisa no viene más. Odile piensa que, finalmente la panadería se ha convertido en un oficio de riesgo, donde la máscara le oculta la sonrisa y los guantes le cuecen las manos que al final del día son una pura roncha. Las conversaciones se terminaron, la amabilidad se destila en pequeñas gotas y el cliente de los cruasanes con tres erres ha desaparecido. Ella prefiere pensar que ha cambiado de panadería.

viernes, 3 de abril de 2020

Llorar por videoconferencia

    No sé si ya lo he dicho mil veces: tengo un trabajo estupendo, donde me tratan como un ser humano, me pagan convenientemente y sobre todo, donde lo mejor no es el trabajo sino los trabajadores, y sobre todo los que podemos llamar colegas. No es aquello para lo que estudié, ni siquiera creo que sea lo que mejor se me da, pero llevo 25 años haciéndolo sin provocar ningún desaguisado, así que digo yo que algo he aprendido, no? 

   Como media humanidad en los tiempos del cólera, tengo que teletrabajar, cosa difícil en lo que yo me dedico y bastante alienante cuando es posible; por no meterme en las peleas que tengo cotidianamente con el sector de las nuevas tecnologías, del que nunca he sido gran amiga y menos aún feliz usuaria. Pero hago lo que puedo, lo que me mandan y sobre todo, reprimo las ganas que me dan  de tirar el ordenador por la ventana por los menos dos veces al día. Como soy un ser contradictorio, al mismo tiempo, le doy gracias a esas tecnologías que amargan mi existencia laboral por ponerme en contacto cotidianamente con mi madre, mi hijo, mis hermanas y mis muchos amigos desperdigados por el planeta infectado. Jamás imaginé que en estas pantallas donde tanto escribo iba a hacer tantas cosas que para mí solo tenían sentido en el cara a cara sin píxels por medio; pero esta plaga maldita está haciendo que muchos de mis principios se derrumben más facilmente que los castillos de naipes que hice en mi infancia...Y les aseguro que los llegué a hacer de varios pisos. 

   Esta semana la plaga se ha llevado por delante a uno de mis colegas, quizás no el más extrovertido ni el más popular, pero uno de los nuestros, al fin y al cabo. Alguien con quien he compartido esperas en los aeropuertos, noches de negociaciones, nacimientos en paralelo de sus hijos y los míos, incluso con quien he compartido broncas y desencuentros, porque 25 años dan para mucho, señores. En condiciones normales, hubiéramos ido a su funeral, nos hubiéramos reunido para hablar de él y llorar nuestra pena conjunta. En estas condiciones lo hemos tenido que hacer vía plataforma On Line, con minuto de silencio incluido y muchas lágrimas, las mías también. Si me lo cuentan hace un par de años jamás lo hubiera creído, pero ahora me digo que, con pantalla por medio o sin ella, somos capaces de emocionarnos, de recordar con cariño al ausente y de agarrarnos con fuerza a los presentes, aun sin tocarlos, viéndoles en una imagen de pantalla reticulada y sonido desmayado. A pesar de lo que nos pueda haber endurecido esta guerra, seguimos siendo capaces de llorar, y eso ya es una buena noticia. 

   Porque esa patria ficticia a la que aspiro, y de la que tanto hablo en este blog desde hace dos semanas, es también la patria de los que lloran, de los que saben valorar a la persona de carne y hueso por encima del político, el periodista, el médico o el que es simplemente un capullo y se emplea a fondo en Twitter arengando a unas masas asustadas. Ayer jueves, asistí a lo que podía se un funeral por videoconferencia pero sobre todo, asistí a un llanto colectivo de dolor verdadero, casi casi palpable a pesar de ser de plasma. Ayer le di gracias a quien corresponda por estar rodeado de una panda de seres humanos con los que voy a trabajar, y con los que sé que, llegado el caso, tambien voy a poder llorar, sin tener miedo al ridículo. Nadie va a salir de este túnel de lavado en el que nos hemos metido igual que entró: oleremos a lejía y se nos caerá la piel de las manos a tiras; tendremos el pelo de dos colores y la vitamina D bajo mínimos, pero habremos aprendido de nuevo a llorar, y a hacerlo en público y sin miedo; a contarnos unos a otro la pena que llevamos dentro y tú, Pepe, estarás mirándonos a todos por un agujerito, ojalá, porque en vida ni te hubieras imaginado lo que todos juntos hemos llorado por tí. 

   Al estilo de las antiguas legiones romanas: Ave, Pepe, los que van a vivir te saludan...Y ya saben ustedes, si comparten, añadan #ahoranoesmomento, salvo si es para llorar, que entonces sí.

miércoles, 1 de abril de 2020

Ni pena ni miedo

    Los miércoles y los sábados a las siete, hablo con Rosa Montero. Vamos a ver, ella habla, desde su página Facebook, y varios miles de sus lectores le vamos haciendo preguntas que ella que, amable como es hasta el tuétano, se afana en contestar. Acabo de terminar la charleta de hoy donde nos ha enseñado un tatuaje que lleva en la parte posterior del cuello: "ni pena ni miedo", frase sacada de un  poema de Raúl Zorita. 

    Automáticamente me he puesto a escribir, un poco porque hablar con Rosa Montero da ganas de escribir y otro poco porque esa frase, en estos días y tiempos recios, tendrían que tenerla tatuada, o puesta en la puerta de sus casas en letras de oro varios ciudadanos de ese país que es el mío, donde no estoy ahora mismo y bien que me pesa...Antes de que me asalten los odiadores diciéndome que estoy cómodamente instalada en el salón de mi casa, que también. La lista es coincidente con la que hice el otro día en mi entrada "Yo sí tengo patria" pero esto de la pena y el miedo me hace pensar especialmente en la tercera edad, a la que me voy acercando peligrosamente. 

   España sí es país para viejos; es más, es un país de viejos. Tenemos una de las natalidades más bajas de Europa (y casi del mundo) y una buena calidad de vida, sol y buenos alimentos,  que nos deja vivir muchos años, afortunadamente acompañados por muchos hijos, nietos y hermanos. Los viejos y viejas españoles parece que tienen todos setenta años cuando muchos de ellos andan rondando los noventa, salen todos los días a tomar el aperitivo, se van de viaje a unos hoteles costeros donde se inflan a comer, beber y bailar y algunos hasta ligan. Van al cine, a conciertos, llenan las aulas de la tercera edad, hacen la compra, cuidan de los nietos, alojan hijos cuarentones en casa y en los momentos de achuchón económico muchos de ellos han sido el bolsillo que alimentaba familias más que numerosas. Protestan de vez en cuando por sus pensiones,  pero muchos de ellos también trabajan hasta que el cuerpo ya no les da más de sí porque les gusta lo que hacen y odian la inactividad. Sí, España está llena de viejos que se cuelan en la caja del supermercado, o que hablan en voz alta en el cine; que van a la tienda de Movistar y acaparan a la vendedora porque no saben usar su teléfono, que se sientan en todos los bancos de los parques y no hay manera de pillar uno vacío para poder ir a leerse allí una novela. 

    A este país para viejos ha llegado un bicho muy malo que, maldita sea, se ensaña con ellos más que con los más jóvenes. Nuestras cifras de muertos por Coronavirus son deudoras en buena parte de toda esa franja de población que sobrepasa los 65, aunque de aspecto no lo parezca. Ellos, sin pena ni miedo se acercan a los hospitales buscando cura para vivir un poco más. Supongo yo que sin pena, por lo mucho que ya han vivido; ni miedo, porque son casi todos ellos pertenecientes a una generación que ya vivió los horrores de una guerra y los horrorosos años que la siguieron. Allí son acogidos por unos héroes enfundados en plástico, miembros de una casta superior de seres humanos que tampoco tienen pena (porque no les da tiempo) ni miedo (porque si lo tuvieran no harían ese trabajo): los sanitarios y personal vario que trabaja en la sanidad. Los holandeses nos echan en cara  como también a los italianos,   que nos ocupemos de estos viejos que necesitan respiradores, atención excepcional y camas de UCI, basándose en los pocos años más que van a vivir una vez curados. Sospecho que el pueblo holandés (y que me perdonen los amigos holandeses, que los tengo) tiene pena, entre otras cosas porque come muy mal, se tocan poco,  y su sanidad deja bastante que desear y sobre todo, tiene mucho miedo, que los disculpa. Como quiero ser estos días un dechado de amabilidad, no profundizo más por esa vía; el miedo es muy mal consejero.  

Y para terminar el detalle conmovedor. En mi tierra, los enfermeros publican en Facebook en qué hospital trabajan y en qué planta para que los familiares de los enfermos les puedan hacer llegar mensajes a traves de ese mismo Facebook. Así son ellos y así van por la vida, sin pena y sin miedo.  Y así caminan nuestros mayores, camino de esos hospitales donde saben que, por encima de todo les van a tratar como seres humanos en una situación que de humana tiene lo justito.

   Y recuerden: quédense en casa y #ahoranoesmomento si comparten esta entrada. Buenas tardes, me voy a aplaudir,  que en mi calle, además, lo hacemos al ritmo del tam-tam de uno de los vecinos.