viernes, 3 de abril de 2020

Llorar por videoconferencia

    No sé si ya lo he dicho mil veces: tengo un trabajo estupendo, donde me tratan como un ser humano, me pagan convenientemente y sobre todo, donde lo mejor no es el trabajo sino los trabajadores, y sobre todo los que podemos llamar colegas. No es aquello para lo que estudié, ni siquiera creo que sea lo que mejor se me da, pero llevo 25 años haciéndolo sin provocar ningún desaguisado, así que digo yo que algo he aprendido, no? 

   Como media humanidad en los tiempos del cólera, tengo que teletrabajar, cosa difícil en lo que yo me dedico y bastante alienante cuando es posible; por no meterme en las peleas que tengo cotidianamente con el sector de las nuevas tecnologías, del que nunca he sido gran amiga y menos aún feliz usuaria. Pero hago lo que puedo, lo que me mandan y sobre todo, reprimo las ganas que me dan  de tirar el ordenador por la ventana por los menos dos veces al día. Como soy un ser contradictorio, al mismo tiempo, le doy gracias a esas tecnologías que amargan mi existencia laboral por ponerme en contacto cotidianamente con mi madre, mi hijo, mis hermanas y mis muchos amigos desperdigados por el planeta infectado. Jamás imaginé que en estas pantallas donde tanto escribo iba a hacer tantas cosas que para mí solo tenían sentido en el cara a cara sin píxels por medio; pero esta plaga maldita está haciendo que muchos de mis principios se derrumben más facilmente que los castillos de naipes que hice en mi infancia...Y les aseguro que los llegué a hacer de varios pisos. 

   Esta semana la plaga se ha llevado por delante a uno de mis colegas, quizás no el más extrovertido ni el más popular, pero uno de los nuestros, al fin y al cabo. Alguien con quien he compartido esperas en los aeropuertos, noches de negociaciones, nacimientos en paralelo de sus hijos y los míos, incluso con quien he compartido broncas y desencuentros, porque 25 años dan para mucho, señores. En condiciones normales, hubiéramos ido a su funeral, nos hubiéramos reunido para hablar de él y llorar nuestra pena conjunta. En estas condiciones lo hemos tenido que hacer vía plataforma On Line, con minuto de silencio incluido y muchas lágrimas, las mías también. Si me lo cuentan hace un par de años jamás lo hubiera creído, pero ahora me digo que, con pantalla por medio o sin ella, somos capaces de emocionarnos, de recordar con cariño al ausente y de agarrarnos con fuerza a los presentes, aun sin tocarlos, viéndoles en una imagen de pantalla reticulada y sonido desmayado. A pesar de lo que nos pueda haber endurecido esta guerra, seguimos siendo capaces de llorar, y eso ya es una buena noticia. 

   Porque esa patria ficticia a la que aspiro, y de la que tanto hablo en este blog desde hace dos semanas, es también la patria de los que lloran, de los que saben valorar a la persona de carne y hueso por encima del político, el periodista, el médico o el que es simplemente un capullo y se emplea a fondo en Twitter arengando a unas masas asustadas. Ayer jueves, asistí a lo que podía se un funeral por videoconferencia pero sobre todo, asistí a un llanto colectivo de dolor verdadero, casi casi palpable a pesar de ser de plasma. Ayer le di gracias a quien corresponda por estar rodeado de una panda de seres humanos con los que voy a trabajar, y con los que sé que, llegado el caso, tambien voy a poder llorar, sin tener miedo al ridículo. Nadie va a salir de este túnel de lavado en el que nos hemos metido igual que entró: oleremos a lejía y se nos caerá la piel de las manos a tiras; tendremos el pelo de dos colores y la vitamina D bajo mínimos, pero habremos aprendido de nuevo a llorar, y a hacerlo en público y sin miedo; a contarnos unos a otro la pena que llevamos dentro y tú, Pepe, estarás mirándonos a todos por un agujerito, ojalá, porque en vida ni te hubieras imaginado lo que todos juntos hemos llorado por tí. 

   Al estilo de las antiguas legiones romanas: Ave, Pepe, los que van a vivir te saludan...Y ya saben ustedes, si comparten, añadan #ahoranoesmomento, salvo si es para llorar, que entonces sí.

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