domingo, 5 de abril de 2020

Cruasanes con tres erres (Los cuentos de la plaga, 2)

    Es un señor de mediana edad, cincuenta y tantos, pocas canas, gafas de pasta, cara redonda y algún kilo de más. Odile ya lo tiene catalogado y catado como a la mayoría de los clientes de su panadería: lunes y jueves un pan de siete cereales cortado en lonchas; los sábados una baguette y dos cruasanes; a veces vuelve el domingo, a veces no. Los cruasanes,  con esa pronunciación con tres erres delatan que el señor no es lugareño, español quizás, hay tantos extranjeros por este barrio... Pero es alguien que vive solo (siempre la misma corbata y la camisa mal planchada) y habla poco, apenas un saludo durante la semana, se ve que tiene prisa; el sábado interactúa algo más, casi siempre preguntando donde puede encontrar una tintorería, alguien que le coja el bajo de los pantalones, cosas así. No es el más dicharachero de sus clientes habituales, pero si el más habitual entre ellos, muy pocas veces falla. 

   Odile también está navegando en esa mediana edad con un divorcio sin hijos a sus espaldas, un intento de ser agente inmobiliaria con poco éxito e incluso amenaza de estafa y de juzgado y una reconversión tardía en panadera gracias a uno de sus antiguos compañeros de trabajo. Es alta, ojos verdes, mechas impecables recogidas en una cola de caballo y jerseys de buena marca bajo el delantal de panadera que delatan un pasado de tiendas caras y tiempos mejores. Y sobre todo es simpática y buena vendedora (si se es capaz de vender un piso se puede vender pan, se dijo a sí misma en el momento del volantazo vital); tiene la memoria necesaria para darle a cada cliente lo que pide, visto que los de costumbre siempre piden lo mismo. Para los niños buenos siempre hay una galleta, para los jubilados con estrecheces a fin de mes, hay crédito; a los refugiados kurdos que conoció en la parada del metro les da casi todos los días los restos invendidos de la jornada anterior. La caja responde y los jefes están contentos; y ella misma también lo está, a pesar de las largas jornadas y la soledad de su pisito de cuarenta metros al final del día. Los hombres se fijan en ella, alguno incluso más de la cuenta, los hay que piensa que con la baguette algún día vendrá el número de teléfono. Odile siente curiosidad, incluso atracción  por nuestro cliente metódico, el de los cruasanes con tres erres, pero a él solo parece interesarle practicar un poco de francés preguntando direcciones e informaciones varias. Es amable, tiene una mirada profunda y curiosa tras sus gafas de pasta, y va pidiendo a gritos compañía aunque no se lo cuente a nadie.

    La panadería es un negocio rutinario: siempre los mismos clientes del vecindario, siempre se venden las mismas cosas, siempre las mismas conversaciones, bendita rutina que a Odile, tras una vida con más sobresaltos de los deseables le da cierto sosiego. La primavera está llegando adelantada este año y en las noticias se habla de un extraño mal que traen viajeros de oriente y que provoca tos y fiebre entre otras cosas peores. Hay que ponerse una máscara dice el jefe, y la sonrisa de Odile se queda perdida tras ella a la vez que las conversaciones se acortan. Los jubilados dejan de venir, parece ser que el bicho se ensaña con ellos: Odile se presta a llevarles el pan al menos un par de veces por semana. Nuestro cliente de lunes y jueves sigue viniendo los mismos lunes y los mismos jueves y llevándose el mismo pan. Los días soleados se suceden mientras la tos de muchos se convierte en alerta sanitaria, cierre de colegios y pánico generalizado porque hay de qué;  y el trabajo placentero y rutinario de Odile deja de serlo. El sábado viene nuestro cliente con una máscara a llevarse los cruasanes que,  dice, apenas le saben a nada. Odile le añade dos más, con chocolate,  a ver si así mejora y por primera vez en sus muchos años tras el mostrador a punto está de darle el teléfono a un cliente. "Vaya usted al médico" le dice, y él sonríe con su mueca habitual y responde "y usted cuídese ahí detrás, que la necesitamos", provocando que los verdísimos ojos de Odile se iluminen como no lo habían hecho desde que esta pesadilla se adueñó del destino de todos. 

   El siguiente lunes y el siguiente jueves no hubo visita. Tampoco el sábado, ni los siguientes lunes ni los siguientes jueves, maldito el día en el que estuvo a punto de darle su teléfono... Los jubilados con servicio de panadería a domicilio siguen vivos y encerrados, las familias con niños se llevan los pedidos por partida doble porque, parece ser que el confinamiento multiplica el número de bocadillos. Pasan un par de semanas y el señor de las gafas de pasta y la media sonrisa no viene más. Odile piensa que, finalmente la panadería se ha convertido en un oficio de riesgo, donde la máscara le oculta la sonrisa y los guantes le cuecen las manos que al final del día son una pura roncha. Las conversaciones se terminaron, la amabilidad se destila en pequeñas gotas y el cliente de los cruasanes con tres erres ha desaparecido. Ella prefiere pensar que ha cambiado de panadería.

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