Un buen día, la chica de ayer se dio cuenta que una letra con otra formaba una palabra, y dos o tres palabras una frase, y varias frases un libro. Cuenta la leyenda que aprendió casi casi ella sola, cuando los niños aprendían a leer sin tener madurez para hacerlo y a sumar sin saber contar. Y sigue la leyenda diciendo que leía el ABC sentada en su orinal con forma de pato, porque aprendió a leer antes que a controlar sus esfínteres; el ABC porque era lo que rodaba por casa, claro, con la ventaja que era, y es, un periódico grapado. Que gracias a esas páginas del ABC sabía ella, un renacuajo a fin de cuentas, todo lo que hacía Mao-Tsé-Tung y porqué Nixon tuvo que renunciar a ser presidente; no lo entendía pero lo contaba de carrerilla.
La chica de ayer pasó todo su ayer con la nariz metida en los libros, y no sólo los de texto. Cayeron por oleadas toda la colección de Los Cinco, la de los Siete Secretos, las obras de Mark Twain y las de Julio Verne, todo Sandokan, varios clásicos de Stevenson, o de Mark Twain; todas las novelas de Agatha Christie y poquito a poco, las de Martín Vigil, Eduardo Mendoza, Torrente Ballester o las de Delibes. Cuando cogió un poco de carrerilla, ya estaba toda Latinoamérica llamando a su puerta, con Garcia Márquez y Vargas Llosa a la cabeza, que la han acompañado hasta hoy, y a los que el tiempo ha añadido algunos imprescindibles más, como Octavio Paz, Fernando Vallejo y, recientemente, Santiago Gamboa o Héctor Abad Faciolince, . Y antes que ellos, Carmen Martín Gaite, que fue el hada madrina de un trio de damas que atienden por Elvira Lindo, Rosa Montero y Maruja Torres.
La chica de ayer aprendió idiomas, a los que dio algún que otro empleo útil, y le sirvieron para poder releer a Truman Capote o a Hemingway en versión original, o a Patricia Highsmith, Henry James, Oscar Wilde o E.M Foster. Y como no sólo de inglés vive el hombre, los idiomas le trajeron bajo el brazo todas las obras de Italo Calvino, varias de Umberto Eco, y no pocas de Andrea Camilleri y su comisario Montalbano. El francés se convirtió en algo más que un idioma estudiado y aprendido y abrió las puertas de su casa y su biblioteca a Victor Hugo, Marguerite Yourcenar, Stendhal, Camus, Amin Maalouf o Tahar ben Jelloun. Joel Dicker ha venido recientemente para quedarse entre todos ellos.
Las dioptrías han ido cayendo con los años, y con muchas noches en vela leyendo a escondidas de sus padres a la luz de una linterna, a años luz (valga la redundancia) de los potentes y minúsculos led de hoy en día. La lectura de los clásicos, con Quevedo a la cabeza, ha contribuido a que, como le dijo una vez uno de sus maestros, se le encorvara la espalda y se le enderezara el espíritu. Ella no concibe que haya nada en el mundo que no se pueda aprender en un libro, nada que no se pueda hacer, imaginar o recrear siempre que haya cerca una página con letras que le ayude a ello.
Pero la chica de ayer choca con sus herederos, que no leen más que por obligación escolar y que encuentran la respuesta a todas sus preguntas en dos elementos no escrito en un papel, uno se llama Wikipedia y el otro Youtube; que para viajar a horizontes lejanos cogen el avión y no necesitan leer "La vuelta al mundo en ochenta días" y que tienen relatos más inmediatos, más digeridos y más fáciles de seguir en Netflix que en los episodios de "Huckelberry Finn". Piensa la chica de ayer que, inevitablemente, algo se están perdiendo y es ahí, chocando una y otra vez contra ese muro de modernidad en tres dimensiones y miles de píxeles, cuando se da cuenta que sí, que ella se quedó en eso...En ser una chica de ayer.
La chica de ayer aprendió idiomas, a los que dio algún que otro empleo útil, y le sirvieron para poder releer a Truman Capote o a Hemingway en versión original, o a Patricia Highsmith, Henry James, Oscar Wilde o E.M Foster. Y como no sólo de inglés vive el hombre, los idiomas le trajeron bajo el brazo todas las obras de Italo Calvino, varias de Umberto Eco, y no pocas de Andrea Camilleri y su comisario Montalbano. El francés se convirtió en algo más que un idioma estudiado y aprendido y abrió las puertas de su casa y su biblioteca a Victor Hugo, Marguerite Yourcenar, Stendhal, Camus, Amin Maalouf o Tahar ben Jelloun. Joel Dicker ha venido recientemente para quedarse entre todos ellos.
Las dioptrías han ido cayendo con los años, y con muchas noches en vela leyendo a escondidas de sus padres a la luz de una linterna, a años luz (valga la redundancia) de los potentes y minúsculos led de hoy en día. La lectura de los clásicos, con Quevedo a la cabeza, ha contribuido a que, como le dijo una vez uno de sus maestros, se le encorvara la espalda y se le enderezara el espíritu. Ella no concibe que haya nada en el mundo que no se pueda aprender en un libro, nada que no se pueda hacer, imaginar o recrear siempre que haya cerca una página con letras que le ayude a ello.
Pero la chica de ayer choca con sus herederos, que no leen más que por obligación escolar y que encuentran la respuesta a todas sus preguntas en dos elementos no escrito en un papel, uno se llama Wikipedia y el otro Youtube; que para viajar a horizontes lejanos cogen el avión y no necesitan leer "La vuelta al mundo en ochenta días" y que tienen relatos más inmediatos, más digeridos y más fáciles de seguir en Netflix que en los episodios de "Huckelberry Finn". Piensa la chica de ayer que, inevitablemente, algo se están perdiendo y es ahí, chocando una y otra vez contra ese muro de modernidad en tres dimensiones y miles de píxeles, cuando se da cuenta que sí, que ella se quedó en eso...En ser una chica de ayer.
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