jueves, 12 de marzo de 2015

Estafada

    Siempre me ha fascinado el mundo del timo y los timadores profesionales, sobre todo los que timan sin herir al erario público, creo que me entienden. Hubo un tiempo en el que hasta los ponía por escrito y los coleccionaba en cuadernos con la intención de escribir algún día una especie de antología del timo, que jamás verá la luz porque en una de mis múltiples mudanzas, el cuaderno con los timos se perdió o se fue a la basura, a saber.

   Me encantaban sobre todo esos timos inocentes que parecían ya pasados de moda y del conocimiento del público universal, pero que año tras año seguían encontrando algún pobre incauto que picaba: el décimo de lotería premiado, el sobrino descarriado que volvía de América,  la herencia inesperada de un pariente que jamás se conoció, el cobro a domicilio de los recibos del ayuntamiento para mantener a las viudas de los bomberos, y por encima de todo, la estampita, ese clásico universal que no por manido y conocido ha dejado de encontrar víctimas hasta hace muy poco. Mi padre tenía una teoría para explicar el éxito del timo de la estampita: según él, todas las mañanas se levantan en el planeta tierra, y se echan a la calle unas cuantas decenas de miles de tontos, y el gran mérito de los timadores es encontrarlos! Hace mucho que he dejado de oir en las noticias los casos de personas estafadas con la estampita, aunque bien es verdad que en los último tiempos se inventaron las hipotecas subrogadas, los créditos revólver y las preferentes y que los banqueros (los grandes estafadores del siglo XXI) ni siquiera tienen que salir a la calle en busca de almas cándidas o incluso tontas: les vienen a domicilio. 

    Internet le ha dado otra vuelta de tuerca al mundo de la estafa, con una sutileza tal, que incluso los que presumimos de leídos y avisados, y tomamos mil precauciones porque somos desconfiados por naturaleza, acabamos cayendo en las garras de los estafadores, que además en el intrincado mundo de la Red, son legales. Les cuento mi caso y juzguen por ustedes mismos. 

    Quiero visitar próximamente las ruinas de Pompeya y Herculano, antes de que se vengan abajo o las cierren por exceso de turistas. Me cuentan mis amigos viajeros, que aquello se ha convertido, para nuestra desgracia, en objetivo de los cruceros y cruceristas (esa plaga bíblica equivalente a las siete que cayeron sobre Egipto, todas juntas) y que a veces las colas para entrar son como para desanimar al más pintado. Me dispongo ayer noche, junto con mi experto informático que ya se imaginan quién es,  a sacar las entradas por Internet para evitar la cola, después de haber esperado pacientemente durante un par de semanas a que la Dirección Nacional del Patrimonio Artístico Italiano la arreglara, porque no funcionaba. El proceso es largo y tortuoso y cuando llegamos al final después de haber elegido como opción de recogida de las susodichas entradas "imprimir en casa" (en mi casa, claro) veo que la factura de 40 Euros ha crecido por arte de magia hasta llegar a 48. Vamos hacia atrás en el procedimiento y descubrimos que nos facturan 6 Euros por la gestión (gestión que hemos hecho nosotros) y dos Euros más por imprimir... Les recuerdo, amables lectores,  que la opción era "imprimir en casa" y que dicha impresión la hago yo en mi casa, con mi impresora, mi tinta y mi papel! Pagamos religiosamente, porque no queremos hacer cola detrás de miles de cruceristas y nos decimos a nosotros mismos que estos italianos nos la han metido doblada, y ruego me disculpen la expresión soez y tabernaria como pocas, pero que refleja fielmente lo que sentíamos en ese momento. 

    Es o no es una estafa? Yo juraría que sí y al mismo tiempo, me quito el sombrero ante la finura de los italianos para llevarte al huerto sin que te enteres. Hay que reconocer que para eso son mucho más delicados que nosotros. Por ahora en el país de la bota, al único estafador profesional al que han descubierto ha sido a Berlusconi, y eso porque era un cateto sin maneras; mientras tanto, cuántos Bárcenas y Urdangarines tendrán dando vueltas por las administraciones sin pillarlos, porque como la herencia Romana, el Renacimiento, la Pizza y el helado o las películas de Fellini, en Italia el timo es un arte. Y para contemplar el arte, hay que dejarse timar, no queda otra.

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