martes, 2 de agosto de 2016

El arte de claudicar

    Doy por hecho que casi todos ustedes tienen un paisaje con figuras que, ciertamente añoran y que se llama infancia; y que dentro de esa infancia subjetivamente idealizada, el verano ocupa un lugar especial. Los míos, ya les he contado muchas veces,  eran veranos campestres, de botijos y borriquillos, de higos chumbos y fuerte canícula, de muchas horas de sol y largas siestas de los mayores a quienes no se podía despertar so pena de consejo de guerra y trabajos forzados. Ni rastro de cables eléctricos ni pantallas de ningún tipo; las noches servían para mirar las estrellas y escuchar maravillados el ruido de los satélites (o lo que nosotros pensábamos que eran satélites) y de las chicharras. 

    Mis hijos por supuesto no se lo creen del todo. Vueltos de nuestro periplo americano, la segunda parte vacacional no les emociona especialmente porque, como llevo años contando en estas líneas,  es un lugar en el mundo donde no hay wi-fi ni lavaplatos, donde las llamadas de teléfono se entrecortan y la televisión se ve con interferencias. Muchas cosas juntas para unos adolescentes en celo permanente de megabytes. Así que he claudicado, que es un oficio que los padres de familia intentamos evitar pero que todos acabamos practicando: les he comprado un suplemento de datos para que naveguen por Internet lo que quieran (en vez de por el inmenso oceano que tienen a doscientos metros de su casa) y sobre todo para que me dejen en paz. "Claudicar" es el verbo auxiliar de "dejar en paz", por si alguno de ustedes aún no se ha enterado. 

    Gracias al verbo claudicar me voy a tomar todos los churros que me de la gana, cuantas veces se me ocurra, porque además los churreros son amigos míos y no hay cosa que me alegre más la mañana que empezarla viéndoles a ellos; voy a correr y caminar por la playa (alternativamente, un día cada cosa) hasta que me salga el hígado por la boca o al menos esté convencida que los churros no se han fijado para siempre jamás a mi cintura; voy a leer varios libros que tengo pendientes hasta que me escuezan los ojos y voy a pasar revista de un año movidito con mis amistades del lugar, a quienes solo veo una vez al año y bien que me pesa. Mientras tanto, puede que mis hijos hayan conquistado paraísos lejanos repletos de Pokemones o hayan escrito doscientas entradas en Instagram, lo que quieran y cuanto quieran.

    Desde hace un año nos falta mi suegra del paisaje con figuras en el que vivimos, y siempre la recuerdo contestando a sus parientes cuando le preguntaban qué le apetecia como regalo para las fechas señaladas, que ella sólo quería vivir en paz; regalo que no sé si en vida pudimos hacerle. Por eso, como me resulta imposible pelearme por la paz en el mundo, y como el año está bien cubierto de guerras familiares sin cuartel por culpa de Internet y sus tentáculos en nuestras vidas, he decidido firmar un armisticio temporal, comprarlo incluso, puesto que de este armisticio va a salir beneficiada la compañía telefónica; he claudicado y pagado, ellos tendrán sus datos móviles y yo, con un poco de suerte, la paz. 

    Y como hoy se cumplen cuarenta años de la muerte de Cecilia, les dejo con una de sus canciones, mi favorita, para más señas, que es una canción pacifista de cuando Internet no existía. Y que está escrita por alguien que, como yo, vivió muchos años fuera de su país.


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