sábado, 19 de abril de 2014

Mi vida sin Gabo

    Mientras Gabo se apagaba, yo estaba en el paraíso, en uno que el Dios rabioso y colérico del Antiguo Testamento aún nos ha dejado; y mientras tanto, uno de mis dioses se disponía a abandonarme, ese que tantos cuentos me contó y que tantas horas de placer me dió sin tener ni siquiera que pecar contra el sexto mandamiento. 

    He pasado todo el día de ayer en una playa, pensando qué se puede decir de alguien de quién ya se ha dicho todo, mi tercer ídolo caído en poco más de un mes, después de Paco de Lucía y Adolfo Suarez. He pensado ayer, todo el día, si el resto de la humanidad playera que me acompañaba se habrá detenido a pensar en Gabo, y prefiero no reconocer, que una parte de ese público, puede que ni sepa que Gabo un día existió. Les he contado a mis hijos mi pena, que comprenden relativamente porque les cuesta sentir los que yo siento por un señor que simplemente escribía libros. Y he pasado el resto del día en la sucursal del paraíso, llamada hotel, donde decenas de turistas de fin de semana se procuran un bronceado con el que llamar la atención en sus oficinas a partir del lunes y discuten sobre la final de la Copa del Rey. Sabrán ellos que se ha muerto Gabo? Les dará pena? Sabrán ellos quién era Gabo? La duda me corroe.

    Es más, en este paraíso, llevo toda la semana compartiendo alojamiento con toda una troupe televisera de Tele 5, cadena que no veo por vivir fuera de España, y con unos famosillos que apenas conozco pero que mis amigos españoles me han explicado quienes son. Ellos son muy conscientes de su celebridad y creo que incluso les molesta que la gente les respete tanto y no les pare más para hacerse un "selfie" con ellos; yo ya me he cruzado varias veces con Ana Rosa (la fallera mayor de todos ellos) en el buffet del desayuno que me mira pidiendo a gritos que la reconozca y se lo diga. Ganas me dan mañana de pararla por un pasillo antes de marcharme y preguntarle lo que siente por la muerte de Gabo. Lo mismo hasta me sorprende.

    Menos mal que me he procurado el suplemento especial del País, que me leeré en el avión de vuelta, y que paso estos días en la compañía de una buena amiga escritora, para quien la muerte de Gabo es un drama como lo es para mí, o para mi cónyuge. Menos mal que tengo aquella foto que me hice una vez delante de su casa en Cartagena de Indias, como nuestras abuelas se fotografiaban delante de la cueva de Lourdes; menos mal que sólo he leído dos veces en mi vida "Cien años de soledad" y que con un poco de suerte caerá una tercera antes de morirme. Menos mal que conocí el convento donde se encontraba sierva María de Todos los Santos, y la Quinta de Bolívar, o que vi, pisé y reconocí los lugares donde se desarrolló "Noticia de un secuestro" la más grande crónica periodística jamás contada. Menos mal que no le puse Aureliano ni José Arcadio a mi hijo, a pesar de que tentaciones no me faltaron, y que aunque no le conocí personalmente sí tengo amigos que lo hicieron y que supongo que hoy llorarán su muerte (gracias por cierto a Isabel y Rafael por explicarme Colombia como nadie lo hubiera hecho mejor). Menos mal que la literatura, si no te hace rico sí te procura la inmortalidad, y la veneración  de unos cuantos cretinos como yo. Y menos mal, Gabo querido, que como tú bien dices, la realidad se limita a copiar los sueńos, y así la vida es más llevadera. Gabo no sé si se ha muerto, pero lo que si sé es que yo sin sus novelas, que tanto he vivido casi màs que leído, voy a andar como una muerta en vida.


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