domingo, 22 de octubre de 2017

Sobre todo, las personas.

    Pasar más de una semana sin escribir solo me ocurre cuando estoy de vacaciones y no es el caso. Pero, de la misma manera que hablar para no decir nada es inútil, lo es también escribir por escribir, para volver a decir e insistir sobre las mismas cosas: abajo las banderas, fuera radicales, dónde se nos fue la cordura, la concordia fue posible y ya parece que no, mis amigos se radicalizan (a un lado y otro de la maldita frontera) mi país da palos de ciego, la Europa en la que creo se desmorona, los hijos crecen, los padres envejecen, el otoño se asienta, el frío vuelve, las hojas caen, los árboles enrojecen, la cintura engorda, el pelo encanece, los Jordis viven en la cárcel, el rey habló, Mariano habló a medias, Serrat y Boadella se posicionaron, las esteladas proliferan y las otras también, el verano está lejos, el invierno acecha, Iberia no me paga lo que me debe, y la vida, afortunadamente, en medio de todo este marasmo, sigue. 

    El asunto catalán me ha enviado un directo a la mandíbula y puede que también al cerebro, que siento estos días reblandecido y poco ágil; mientras contemplo a unas cuantas de mis amistades querellarse entre ellas por un video más o menos, por una frase mejor o peor, o por un acceso de patriotismo virulento. Y no me gusta...Pero no sirve de nada insistir, ya lo he dicho muchas veces. Sólo espero que no haya un muerto un día de estos que les sirva (a los unos o a los otros ) para tener ese mártir que toda revolución romántica necesita. 

    La idea más clara que he sacado de todos estos días de silencio autoimpuesto es que me he hecho lo suficientemente mayor para ver los toros desde la barrera y no correr en más encierros. Luchar por la patria perdida, e incluso por la patria venidera ya no es de mi edad ni de mi temple. Es más, a mi edad creo que ya se ha superado lo de la patria, que es una cosa romántica como las revoluciones y las flores por San Valentín; esa pelea se la dejo a los jóvenes, e incluso a los muy jóvenes, a quienes les está permitido radicalizarse porque el tiempo les traerá la calma necesaria. En ellos comprendo las ganas de rumba, en los de mi quinta, no tanto. 

   Y he sacado todavía una idea más clara: por encima de las patrias, los pasaportes, las banderas y todo ese folclore innecesario, por encima, digo, están las personas; esas que nos alegran la vida, a las que llamamos por teléfono e incluso frecuentamos; esas con las que trabajamos, tomamos café, y a veces hasta nos sacan de nuestras casillas. Esas personas que tienen unos hombros sobre los que lloramos y que también nos prestan el suyo para llorar; que nos felicitan la navidad y el año nuevo y a quienes a veces debemos la vida y muchos buenos ratos. Yo he pasado este domingo que acaba con seis de esas personas. Siete éramos en la mesa, de tres nacionalidades distintas incluso extracomunitarias; de ellos, tres pertenecientes a un país con conflicto nacionalista y lingüístico y repartidos los tres a un lado y otro del conflicto, y cada vez que los sentamos juntos nos dan una lección de civismo. Veinticinco años de amistad, dos botellas de vino, un recuerdo para nuestra Teresa ausente en esa mesa desde hace un año...Quién se acuerda de la rabia, el ruido y la innecesaria pelea nacionalista? Yo no, gracias. Sienten a su mesa a las personas que quieren, incluso de vez en cuando a alguna que no quieran; descorchen una buena botella y piensen que, sobre todo, el ruido pasa y las personas quedan...Y las necesitamos tanto!

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