jueves, 12 de octubre de 2017

Tiranas banderas

    Si yo estuviera convencida que colgando una bandera española de mi balcón podría contribuir a arreglar el marasmo nacional y nacionalista que aqueja a mi país, lo haría sin duda alguna. Banderas no me faltan, gracias a la pasión futbolera de uno de mis hijos, balcones tampoco. La cosa es que estoy convencida que no sirve para nada: ni colgar banderas, ni envolverse con ellas a modo de toquilla para ir a manifestar, ni cambiar mi foto de perfil de Facebook con ribete rojo y gualda, ni ponerla de fondo de pantalla. No sirve de nada e incluso me trae recuerdos siniestros de otras épocas que no viví pero que conozco, en las que sacar banderas a la calle era el aperitivo de tiros y bombazos y el no sacarlas te podía llevar delante de un juez. 

   Con las mismas, si yo pensara que dejar de comprar cava o Cola-Cao, o dejar de desayunar pan con tomate fuera eficaz quizás lo haría; pero la eficacia del boicot comercial de a pie, el que hacemos los pobres ciudadanos,  ya hace tiempo que no me la creo; otra cosa es un buen embargo comercial practicado por los americanos. Cava no compro, de todas maneras,  porque los vinos espumosos me dan acidez de estómago y puestos a tener que tomarlos prefiero la versión del hombre rico (Champagne) que la versión del hombre pobre que es el Cava. Y del pan con tomate no pienso apearme a no ser que instalen una churrería en la esquina de mi calle, cosa poco probable. 

   Si vestirme de blanco e ir a parlamentar delante de un ayuntamiento sirviera, también lo haría, aunque el blanco me queda fatal, como a todas las señoras de mi edad, que cuando nos vestimos de blanco parecemos Gunillas Von Bismarck en horas bajas o en su defecto, viudas neocatecumenales. Lo de hablar me parece estupendo, pero insto a todos los que se dirijan a los ayuntamientos llamados por esta noble iniciativa a que sigan un curso de buenos modales previamente, porque aquello no se puede convertir en el pobre remedo de una tertulia televisiva. 

    No es que me duela España como le ocurría a mi admirado e incomprendido Unamuno, es que me duelen 46 millones de españoles (o por lo menos un buen cuarto y mitad de ellos) cada vez más radicalizados después de haber aprendido a estar cuarenta años sin tirarse los trastos a la cabeza. A veces pienso que España es una comunidad de vecinos mal avenida, de esas que abundan tanto y hasta tienen sus series de televisión y todo; con sus administradores inútiles y corruptos a la cabeza, sus vecinos abusones que cambian las persianas y las ponen de otro color sin permiso, su vecino molesto que toca el clarinete por las noches, su piso de estudiantes que montan juergas, su vecino que no paga el ascensor porque dice que no lo usa, el otro que ha convertido su piso en un apartamento turístico por donde desfilan gentes extrañas de día y de noche,  etc...Vayan ustedes identificando regiones e individuos, creo que no es difícil. 

    Tal día como hoy, 12 de octubre, miedo me da abrir mis redes sociales y verlas llenas de rojo y amarillo por doquier, con todo tipo de configuraciones en sus rayas rojas y amarillas y todo tipo de improperios y declaraciones de principios;  porque yo tengo amigos a un lado y al otro de ese Missisipi ibérico, qué se le va a hacer. Si bajo coacción o con amenazas me obligan ustedes a sacar una bandera, sacaría una sábana blanca al grito de socorro! Y si me preguntan qué nos queda para arreglar este asunto, sólo se me ocurre recurrir a la democracia, a la de verdad; a la de votar, hasta obligatoriamente,  cuando toca;  a gentes en las que depositar nuestra confianza, en urnas que no vengan del Ikea y respondiendo a preguntas claras y bien formuladas...Y entonces sí, aceptando las consecuencias; pero nada de banderas, ni desfiles ni folcloradas. La democracia, bien hecha, es durar de sobrellevar, por eso a veces nos cuesta tanto cumplirla.

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