domingo, 21 de septiembre de 2014

Quién se ha llevado mi queso?

    Ya saben ustedes que a servidora le gusta tomar prestados los títulos de los libros, incluso, como en el caso de hoy, de libros que no he leído ni tengo intención de leer, porque pertenecen a esa sección de las librerías titulada "autoayuda" o "enriquecimiento personal" que no niego que tengan su mérito y su dosis de verdad, pero que por eso precisamente me repelen: los libros son para soñar, para evadirse o para estudiar; para el resto, ya hay especialistas. Así que visto el título de la entrada de hoy, les voy a contar la historia de un queso.

    Erase una vez un queso Manchego que compré en la Mancha. Era un hermoso ejemplar, rondando los dos kilos, curado en aceite y en su justa madurez: ni muy seco ni poco hecho, ni muy picantón ni falto de aroma. Un queso de esos que se desmigajan al partirlo y dejan la cocina impregnada de un rico olor que tarda dos días en desaparecer. Un queso que compré en un lugar de cuento: Almagro, provincia de Ciudad Real; donde hay un aeropuerto que no tiene aviones y a dónde llegué por carretera atravesando esos campos  donde Sancho Panza advirtió a su amo "mire vuestra Merced que aquellos que se ven allí  no son gigantes sino molinos de viento" (Quijote, capítulo VIII). Un queso que le compré a un quesero de Almagro conocedor de su oficio y enamorado de la materia prima que vendía, y que por los escasos trece Euros por kilo de queso que me cobró, me dió de paso toda una lección de quesería y su sonrisa como propina. 

    Ese queso viajó en la panza de un avión hasta mi lugar de residencia, donde poco a poco ha ido perdiendo porciones, se ha convertido en una fracción de tres cuartos, después en otra de un medio y desde hace unos días ya no alcanzaba ni a la categoría de fracción; Este fn de semana hemos rebañado las últimas lascas que quedaban junto a su corteza grasienta y del queso ya nunca más se supo. Y con él se marchó el último testigo de mi veraneo, de mis días de tragamillas por las carreteras de España, del sol, de la playa, del tinto de verano, de los churros y los amigos lejanos y de tantas cosas que añoro con rabia desmedida. 

    Hoy he salido a pasear en bicicleta porque era el día sin coches en esta mi ciudad de residencia. He hecho kilómetros de avenidas inundadas de hojas caídas y aquí me permito un inciso: el que inventó los árboles de hoja caduca debía ser pariente del que inventó el Prozac. Calles donde se respiraba humedad de la lluvia mañanera y donde otros árboles (no sé si de hoja caduca o perenne) comenzaban a cambiar de color. Me he dado cuenta de la fecha en la que estábamos al volver a casa: 21 de septiembre. Comienza el otoño oficialmente y siento que con el jersey de algodón ya no basta; que me voy a meter poco a poco en el túnel del invierno que cada año me parece más largo, y que los días se achicaron como si los hubiéramos metido en la secadora. Se acabó el verano también oficialmente y, aunque la sucesión de las estaciones sea irremediable, tengo la sensación de que alguien se lo ha llevado, quizás el mismo ladrón que se llevó mi queso...Feliz semana entrante para todos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario