jueves, 9 de mayo de 2019

Las señoritas del tercero derecha. (La chica de ayer, 24)

    Las señoritas Maldonado, habitantes del tercero derecha son dos,  Casilda y Consuelo, porque la que durante largos años vivió con ellas, Asunción, era viuda y por lo tanto, señora. Casilda y Consuelo eran bastante más jóvenes aunque las dos ya habían cumplido ochenta, siempre fueron las pequeñas de la casa, varios años por detrás de la severa Asunción y de otro hermano varón ya fallecido; y no sólo eran más jóvenes: se resistían como fieras a dejar de serlo. 

    Cuando enterraron a Asunción, y varias de sus amigas comenzaron también a retirarse de este mundo cruel, las señoritas Maldonado, las del tercero derecha de toda la vida, no quisieron resignarse a dejar de beberse la vida a grandes tragos pero, ay! esas pensiones con las que se mantenían tampoco daban para muchas alegrías presupuestarias, así que tenían que entretenerse a domicilio, o como muy lejos, por las calles de su ciudad. Siempre habían sido alegres, dicharacheras y bromistas, así que buena disposición no les faltaba. Renegaban de series televisivas y de la televisión misma, no tenían wifi, no sabían usar un teléfono inteligente, escuchaban la radio lo indispensable y leían solo en la cama, así que el día tenía muchas horas para divertirse por otros derroteros. Y lo suyo era gastar bromas, afición heredada de su padre, y poco compartida por el resto de la familia. 

    Su primer objetivo fue el nuevo portero, ese chico amable pero sosaina que iba peinado con coleta alta y tenía los antebrazos llenos de tatuajes, nada que ver con el jubilado Eugenio, que siempre las trató como dos reinas e incluso de vez en cuando se permitía piropearlas. Cada vez que se lo cruzaban,  una de ellas saludaba y la otra no; la saludadora añadía: "mi hermana no dice nada porque está muerta, yo la saco a pasear hasta que nos den la vez en el crematorio para incinerarla"; y así día tras día hasta que de pronto la muerta le recriminaba al pobre jovenzuelo el no saludar y ante la sorpresa de éste añadía: "como usted nunca me dio el pésame, tuve que resucitar". La cosa les divirtió tanto que el panadero de la esquina, el quiosquero y alguno más de sus proveedores, tuvieron  derecho al mismo tratamiento, hasta que ya no les quedó nadie en un kilómetro a la redonda a quien gastar la broma.

    A continuación decidieron ponerse a la puerta del Mercadona, y en alguna que otra plazuela estratégicamente elegida con algo semejanate a una urna mortuoria. A todos los viandantes que pasaban fumando les pedían que sacudieran dentro la ceniza del pitillo, con la excusa que, volviendo del crematorio de incinerar a sus hermana, se les habían caído más de la mitad de las cenizas por el camino y ahora tenían que llevarlas a su tumba familiar del pueblo y claro, no iban a llevar una urna a medio llenar...La diversión les duró varios días hasta que una de sus amigas aún móviles  pasó delante y les recordó a a viva voz que su difunta hermana Asunción no había sido incinerada sino enterrada en el cementerio. Y hasta ahí duró la broma porque las señoritas del tercero derecha eran ingeniosas y bromistas, pero no les gustaba hacer el ridículo. 

   De la lectura de la prensa gratuita salió la última de sus chanzas. "Mira Consuelo (dijo Casilda)  la gente se pasa la vida comprando y vendiendo pisos, o visitándolos para alquilarlos, ahí es donde está el filón". Ni cortas ni perezosas se liaron a concertar citas con agentes inmobiliarios a razón de dos cada tarde y sólo tres tardes por semana ( no sea que acabaran conociéndolas) y en viviendas del centro, de cierto standing y no muy cercanas a la suya. Se presentaban como las señoritas Maldonado y las citas la pedía por teléfono la chica que venía a limpiar por las mañanas,  para que el agente de turno pensara que le iba a alquilar un piso a dos hermanas estudiantes o jóvenes profesionales de paso por la ciudad. Pasada la sorpresa de ver a las dos octogenarias y no a dos jovenzuelas,  y cuando éstas ya habían inspeccionado la vivienda haciendo todo tipo de alagos sobre la misma  y mostrando su enorme interés, pasaban a hacer una pregunta final: 
- "oiga joven, aquí hay ratones? "
- "por supuesto que no señoras" (los más agresivos incluso enseñaban todo tipo de justificantes sanitarios y desratizadores)
- "una pena, no nos interesa, a nosotros nos gustan las casas con ratones, o al menos con cucarachas". 

    Y dejaban al agente inmobiliario con un palmo de narices y preguntándose de dónde habrían salido ese par de locas. Hasta que un día, el agente de turno resultó ser un amigo de su sobrino Fernando, tan serio éste como su madre Asunción que, recibido el aviso del agente amigo,  tardó nada y menos en desplazarse desde Madrid donde ejercía de abogado y venir a asustar a sus venerables tías con una amenaza de recluirlas en una residencia si seguían haciendo el gamberro. Cuando se marchó, Consuelo  se sirvió dos dedos de coñac y sin pestañear le dijo a su hermana: 
- "Casilda, a este idiota le teníamos que haber dicho que los Reyes eran los padres cuando tenía cuatro años, para que se fastidiara"
   A lo que Casilda, mientras seguía hojeando el periódico y sus anuncios de pisos respondíó: 
- " y si nos dedicamos a visitar naves industriales? siempre podemos decir que queremos montar una panificadora, visto lo mal que vivimos con nuestras pensiones! el único problema es que habrá que ir en taxi"

    Las señoritas del tercero derecha no estaban dispuestas a dejarse achantar por su sobrino,  por muy abogado que fuera.

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