miércoles, 15 de mayo de 2019

Profesión de fe

    En dos domingos sucesivos, se ha celebrado el día de la madre Urbi et Orbe. Mis redes sociales rezumaban fotos entrañables con dedicatorias no menos entrañables a las madres de todos mis semejantes. Faltaba yo en ambas direcciones: ni puse foto de mi madre poniéndome tierna ni mucho menos mis hijos me la pusieron a mi. Ahí, de vez en cuando se me nota demasiado el viento Norte de Castilla en el que me he criado;  el día de la madre que antes se celebraba en las floristerías ahora se celebra en Instagram, y yo, francamente, prefiero no celebrarlo en ningún sitio, lo cual no quita para que tenga mis reflexiones al respecto. 

    Cuando yo era la madre de dos bebés, pensaba que a los del COI se les había olvidado meter la maternidad en la lista de deportes olímpicos; como pensaba que los días habían dejado de tener 24 horas y que, a pesar de que eran dos benditos y me dejaban dormir, mi vida había entrado en una cuesta abajo sin frenos. El punto álgido fueron dos varicelas encadenadas que me tuvieron un mes corriendo por los pediatras e incluso alguna urgencia de hospital, yo misma acabé pidiéndole una baja a mi propio médico y jurando en arameo que les pondría vacunas hasta para el acné (la de la varicela se patentó justo después de aquel episodio) vacunas de las que ahora reniega una panda de descerebrados que son ellos mismos la octava plaga de Egipto. La cosa mejoraría cuando crecieran y dijeran donde les dolía, yo me lo creí. 

    Pasaron los años y llegó el colegio. A cambio de madrugar, las criaturas se largaban en un autobús  de buena mañana y eso me dejaba respirar un par de horas antes de ponerme a lo mío. Los fines de semana estos críos inventaron el Uber antes del Uber gracias a mí y entre actividades deportivas varias y cumpleaños me conocí toda la perifería de mi ciudad. Eran años en los que creiamos en los Reyes, en San Nicolás y en Batman, e incluso en papá y mamá al rescate al menor contratiempo. También me descabecé intentando resolver ecuaciones y analizando sintagmas inútiles, aunque nos hayan dicho a todos que eso no hay que hacerlo. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Me dijeron que se harían independientes y que todo mejoraría. Me lo creí.

    Con el primer grano en la frente y las primeras peticiones de telefonía móvil llegaron también las puertas de los cuatros cerradas, las montañas de ropa por lavar, los diálogos de sordos y las duras negociaciones sobre todo y nada, y especialmente sobre la hora de volver a casa. Me dijeron que las hormonas libraban una dura batalla en el pasillo de mi casa (quizás las mías propias también participaban) y que una vez llegado el armisticio, nos encontraríamos con unos adultos responsables, amistosos y encantados de habernos conocido. Otra vez me lo creí. Aunque me apliqué a escribir un blog como medida autoterapeutica.

    Los adultos ya están aquí, alguno hasta vota. Ahora andamos metidos en harina universitaria o intentando meternos en ella; son elecciones complicadas y aún más desde que son ellos los que eligen y no los padres (como tantos padres hicieron con nosotros). Son expertos informáticos pero no saber mandar un correo electrónico con un fichero adjunto. No pueden vivir sin el teléfono pero jamás lo cogen cuando les llamas. Quieren aprender a cocinar pero no a fregar después de haber cocinado. Te has pasado veinte años haciendo las cosas como se supone que hay que hacerlas, y luego ellos salen por peteneras y hasta alguno te reprocha haber sido un buen padre. Dicen que cuando ellos mismos salen de casa e incluso los más osados se atreven a tener hijos, de repente todo son palabras de agradecimiento y reconocimiento desmedido para los que llevamos tantos años arreando. Eso me han dicho y... Me lo tengo que creer? En serio?  Casi que prefiero lo del Espíritu Santo...


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