miércoles, 19 de junio de 2019

Berto y Berta; La chica de ayer, 25

    Cada día, incluso los de lluvia, Berta se acerca al Retiro con Berto. Ella es pelirroja y delgada, siempre lleva unos cascos donde suenan Duncan Dhu, Gabinete Caligari, Siniestro Total y demás compañeros de quinta; para Berta la música se detuvo en aquellos años y no quiere ni tiene ganas de explorar las muchas sugerencias que le hacen los sobrinos o Spotify. Los cascos le ayudan a aislarse de todos esos paseantes de perros que con la excusa de la belleza de Berto se le acercan buscando conversación. Porque Berto es un fantástico ejemplar de pastor alemán: grande, de pelo aterciopelado, fuerte de patas y con cara de bueno a pesar de su imponente presencia. Berto no solo es el compañero de piso de Berta, es  su compañía única una vez que ésta se deshizo de un marido que la incordiaba y decidió así mismo que los seres de dos piernas le interesaban poco. Berto es la excusa para salir cada día de casa, de una casa que es además oficina por culpa  del  teletrabajo y motivo de algún apuro financiero gracias de una hipoteca eterna. Berta sale dos veces al día de casa para que Berto haga sus necesidades, y una de esas dos veces va a Retiro porque allí es donde Berta fue una niña feliz, antes de ser un adulta a la que las cosas le han ido solo regular. 

    Lo demás dueños y dueñas de los perros habituales del Retiro son figuras de un museo de cera, Berta ni se fija en ellos y el escudo protector de la música que suena en sus cascos es suficiente para ahuyentar a los pelmas. Aunque desde hace unas semanas no puede evitar fijarse en un nuevo paseante. Es un hombre de su edad, calcula ella, larguirucho de piernas y brazos, incluso muy alto, tiene aire de estar perdido. Llega cada tarde con una perra Chihuahua en brazos, que suelta al cruzar la reja del parque. No la lleva atada porque la perra, apenas se le separa; es vieja y se le nota, no hay que ser un experto canino para darse cuenta. Este hombre se siente fuera de sitio, hasta un tanto ridículo acarreando esa perrilla en brazos, pero peor es sacarla a la puerta de casa y soportar las risas de los clientes del bar de abajo cuando tiene que llamarla por su nombre: Marylin... Maldice el día en el que decidió quedarse con ella después del fallecimiento de su madre sin calcular que los Chihuahuas pueden vivir veinte años. El también se ha fijado en la dueña del pastor alemán, esa pelirroja que no se quita los cascos, atractiva, para qué negarlo,  y que a pesar de parecer distraída con su música  tampoco le quita el ojo. 

     La primavera insultante y un Retiro a 25 grados después de varias semanas de lluvia consiguen aproximar estos dos seres que parecen orbitar en sistemas planetarios opuestos. Ella se quita los cascos algún día que otro; él no falta nunca al paseo vespertino e incluso lo alarga cuando ella se retrasa. Ya saben sus nombres, incluso a qué se dedican: ella es traductora, él agente de seguros; él ya se ha atrevido a acercarse a Berto e incluso a acariciarle el lomo, ella cree que Marylin es graciosa; ambos aseguran que sus amigos caninos lo son todo en sus vidas. Ya son capaces de saludarse cotidianamente, y hasta de tomar una cerveza en las terrazas mientras Berto y Marylin se vigilan con desconfianza. Ella piensa que quizás haya encontrado un amigo, él incluso cree que ella puede ser la mujer que cambie su mala opinión de las mujeres; la escasa hora diaria que pasan juntos es lo mejor del día y el universo que solo era canino se vuelve humano de nuevo. 

    Tanto disfrutan el uno de la compañía del otro que no prestan atención a los canes, que se han enzarzado en una pelea por algo que parece un resto de comida; el perro grande lo quiere, la perra chica se lo arrebata. Berto se revuelve y en menos que pía un pollo le ha tirado un buen bocado a la impertinente Marylin quizás pensando sólo en morderle la oreja: mala suerte, en la boca inmensa del pastor alemán entra practicamente toda la cabeza de la Chihuahua, que sale perdiendo del envite y dejando un rastro de sangre y vísceras digno del mejor Tarantino. Los dueños se miran sin saber qué decir, no hay tiempo para reproches ni discusiones,  él recoge a la perra y sale corriendo camino del veterinario de su barrio, aunque sabe que muy poco se va a poder hacer para salvarla. Ella agarra a Berto, le limpia el hocico y se pone los cascos para retomar el camino de casa.

    Berta sigue yendo cada tarde al Retiro, y cada tarde se acuerda de la perrita Chihuahua y de su dueño que, como se temía, no han vuelto a aparecer por allí. No sabe de él más que su nombre y una lista larga de sus gustos musicales, a él también le gustaban Duncan Dhu, Alaska y Dinarama y Los Toreros Muertos. Nunca se intercambiaron sus teléfonos porque en la hora cotidiana de encuentro en el Retiro no se les ocurrió nunca que el Whatsapp fuera imprescindible. Ella sigue fiel a sus costumbres y horarios, si él quisiera, ya sabe donde encontrarla; es más, si él quisiera ya habría aparecido por allí... Así que Berta asume que él no quiere. Y mientras tanto, desde hace semanas, suena en los cascos la misma canción.





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