miércoles, 24 de julio de 2019

Sin síndrome de Estocolmo

    Queridos lectores: aunque mis pocas entradas, y el tono apacible de las mismas les lleven a ustedes a la conclusión de que padezco el síndrome de Estocolmo, sólo que aplicado al trocito de costa sur atlántica en el que paso mis días de asueto, nada más  lejos de la realidad. Cierto es que el mar, las temperaturas agradables lejanas a los treinta grados, siete kilómetros de playa para correr, los churros, los atardeceres de la marisma, los boquerones fritos, el cariño de mis amigos y familia y el sol a raudales pueden nublar mi raciocinio a ratos...Pero sólo a ratos. Ya el hecho de estar de vacaciones y no trabajando es suficiente, a mi entender, para que uno padezca el síndrome de Estocolmo en cualquier lugar del mundo que no sea Estocolmo pero, insisto, sólo a ratos. Les doy algunos argumentos para que no se preocupen por mi espíritu critico, que permanece intacto y a prueba de churros. 

    Les he dicho alguna vez que en España el ruido es un derecho humano? Cientos de veces. Pues aún  hay más: ese derecho humano crece proporcionalmente en decibelios a medida que un desciende hacia el sur y alcanza proporciones desmedidas en el caso de la plebe infantil. Esa plebe además, sale de sus casas a la hora de la siesta para no molestar a sus padres, y dan la matraca bajo los balcones y terrazas de los demás que, por supuesto, están encantados de que les despierten de la siesta. Incluso los que casi nunca dormimos siesta tenemos que ponernos las pinturas de guerra y saltar al terreno de juego blandiendo unas normas de la comunidad de vecinos que dicen que no hay que hacer ruido de tres a cinco y que esas adorables criaturitas (casi todas pasadas de kilos) son incapaces de leer o de entender, o de ambas cosas. Mientras tanto, sus padres están durmiendo la siesta, supongo. 

    Otra particularidad hispana: las colillas, los envoltorios del Bollycao o  de las patatas fritas, el casco del botellín de cerveza o el kleenex usado no son material destinado a las papeleras, aunque en la playa haya papeleras cada doscientos metros. O los que consumen tanta cerveza y tanto Bollycao se han ajamonado de tal modo que doscientos metros les parece una distancia digna de medalla olímpica. Tampoco los dueños de los perros entiende un sencillo cartel que pone « Perros no » con una señal de prohibido al lado de las de toda la vida, no un nuevo emoji. Curiosamente, a cinco kilómetros de aquí empiezan las playas portuguesas donde todos estos fenómenos no concurren, así que creo que tengo autoridad para decir que son fenómenos hispanos. A ver si Vox los pone en su próximo programa electoral. 

    Volviendo a las criaturitas pasadas de kilos del segundo párrafo, y a la preocupación de las autoridades por el incremento de la obesidad y el poco ejercicio que hacen los jóvenes (dar la brasa bajo los balcones ajenos tiene poco gasto calórico)  me pregunto una y otra vez, por qué en estos supermercados patrios es tan difícil encontrar un yogur natural descremado, sin sabores,  y sin azúcar añadido. Que no es tan difícil? Les reto a que lo intenten. En el Imperio Mercadona es imposible. En el planeta Carrefour los hay y nadie los compra porque están hechos en Cataluña, lo que da que pensar si los susodichos yogures no serán infiltrados de Puigdemont en un intento de atraerse las simpatías de cierto publico veraneante que no quiere engordar. Seguiré investigando.  

    Ya ven ustedes que de síndrome de Estocolmo nada. Hasta el lugar más parecido al paraíso que una pueda tocar con los dedos tiene sus defectillos; eso sí, soportables a condición de que el lugar coincida con las vacaciones, donde uno, irremisiblemente, es más tolerante. Aunque les confieso que esta entrada la acabo de escribir porque unos imbéciles de cierta edad me acaban de sacar de mi plácida siesta...














lunes, 22 de julio de 2019

Veinte años no es nada. Veinticinco un poco más

    La nostalgia y yo nos llevamos muy bien; de hecho, somos amigas. Ella me recuerda una y otra vez las cosas que me gustan y yo, como tengo buena memoria, las repaso puntualmente. A veces me gustaría que no fuera tan insistente, porque la nostalgia es cosa de viejos, o al menos de gente a quien le queda menos recorrido que lo ya andado (cual es mi caso) y constatarlo me pone triste. 

    La nostalgia me recordó ayer que hace cincuenta años yo vi como llegaba un hombre a la luna, mientras Jesús Hermida nos lo contaba, sentada en las piernas de mi abuelo (que no se acostaba más tarde de las once ni el día de Nochevieja pero aquella vez hizo una excepción) y me recordó como aquella niña de cuatro años se pasó después de ese día muchos atardeceres de campo extremeño mirando embobada la luna que aquellos americanos habían pisado días antes. Mis hijos se rien de mí y aseguran que es imposible que me acuerde, pero a Dios pongo por testigo que lo recuerdo y que probablemente ellos no recuerden nada ni se ufanen mucho en hacerlo,  porque unas pantallas voraces les contarán como era el mundo de su infancia sin que ellos tengan que mover más que un dedo para apretar la tecla correspondiente. 

    Y esta mañana, la nostalgia ha venido vestida de fiesta y con el ánimo alegre a recordarme que hace veinticinco años, en otro día de verano de campo extremeño, la niña que miraba la luna buscando a Neil Armstrong, decidió no mirarla sola nunca más. Ya no era una niña, claro estaba. Hoy  hace veinticinco años que me casé y dicen que eso se llama Bodas de Plata y que hay que celebrarlo de alguna manera. Ahora que casarse se ha puesto de moda y que a la que menos te lo esperas te invitan a una boda que dura tres días y te cuesta un ojo de la cara, me resulta gracioso recordarme a mi misma aquel día de verano en el que por el rito correspondiente di gusto a padres y suegros y repetí  una boda que civilmente ya había celebrado cinco meses antes. 

    Sea como sea, yo siempre parca en celebraciones, pero intensa en mis recuerdos. Hace veinticinco años que miro la luna, hago el café, la compra y las lentejas en compañía; tengo un hombro sobre el que llorar, reír, ver películas y últimamente series de televisión. Hace veinticinco años que comparto facturas, hipotecas, matriculas de colegio y recibos de la luz. También comparto crianza, insomnios, despertares intempestivos, sustos infantiles y juveniles, problemas laborales y hasta alguna que otra bronca por un simple cubo de basura. Pero en lo esencial, comparto mi vida y no renuncio a uno solo de los  minutos que llevo consumidos en compañía  desde hace ese cuarto de siglo que hoy celebro. Espero que me entiendan si tener que añadir más explicaciones. Soy más que razonablemente feliz, mucho mejor acompañada que sola; y esa es mi gran suerte. 








  

viernes, 12 de julio de 2019

Auténticos

   Este que lo es, el sitio de mi recreo, este año me ha recibido regular. Temperatura anormalmente baja cuando en el resto de España  se achicharran, agua fría, algún dia nublado, una araña de pedigrí  desconocido que me ha arreado un buen mordisco y un consultorio de la Seguridad Social donde me han negado la asistencia médica de urgencia que hubieran debido proporcionarme y cobrarme a posteriori. Menos mal que soy de cabreo fácil y de reconciliación igualmente fácil ; de otra manera habría hecho mis maletas y escapado a algún lugar màs acogedor. 

    Pero por suerte, buena parte de los lugares son las personas que habitan en ellos. Y en este lugar, que yo llamo paraíso a pesar de que en esta mi primera semana ha renegado un tanto de su carácter paradisiaco, las personas son de dieciocho kilates. Todas excepto el celador del consultorio de la Seguridad Social, no sé si me entienden. Todas estas personas me ofrecen una sonrisa y una solución a mis cuitas cuando se las planteo; la sonrisa, incluso gratis. Los churreros que me dan de desayunar, las chicas del bar que saben cómo me gusta el café, el jardinero que cuida mi paisaje y las averías de mi casa; la pescadera que me da ese atún que no encuentro en otro lado a ese precio; mis fruteras que pacientemente me ayudan a elegir los tomates y distinguir unos melocotones de otros. Las dueñas de mi restaurante favorito que me dan de comer como dicen ellas « quizás no tan bien como en otros lados pero seguro que en otros lados no con tanto cariño « , la librera que me deja engancharme a su wifi para arreglar lo que la wifi desmayada de mi casa no me deja. 

   Sigo? Los vecinos que son lugareños y me dicen donde encontrar esas cosas absurdas que se rompen en verano y uno no sabe comprar cuando no existen cerca IKEA ni el Leroy Merlin; la limpiadora a quien le piso las escaleras recién fregadas cuando salgo a correr por las mañanas y jamás me pone un mal gesto, el tipo que hace dos días en un taller de coches, sin conocerme de nada y sin saber si le iba a dejar mi coche para arreglarlo, me explicó cómo resetear el ordenador de a bordo que me estaba dando la lata (también por ese lado han venido las goteras); la farmacéutica oronda y sonriente que me dice cómo curarme una herida que se ha puesto fea...Y que después resultó ser una mordedura de araña. 

    Todas personas auténticas, sin dobleces, sin ahorros que invertir ni amarguras que descargar sobre una cuando una vez al año asomo por sus vidas; gente que trabaja cuando algunos descansamos y descansa tirando a poco cuando los demás trabajamos y nos quejamos de nuestros trabajos que nos pagan al doble y màs que a ellos los suyos. Amigos con los que salgo a cenar sin hablar ni del Brexit, ni de la prima de riesgo porque o no les interesa o incluso desconocen lo que es. Gente que ahorra para que sus chicos tengan estudios y vean el mundo que ellos no vieron. Personas que te preguntan si es bonito Paris y sueñan con verlo algún dia cuando yo voy simplemente a ver un concierto de Raphael sin asomarme ni a la sombra de Notre-Dame. Esa gente auténtica que cada vez me cuesta más encontrarme en mi vida cotidiana que, a veces, parece que se desarrolla en otro planeta. Esas personas hechas de mucha carne y algo de hueso, de mucho sentimiento y de sonrisas impagables. Esos seres humanos auténticos como ellos solos que, cada verano, me quitan la costra inhumana que crío durante el invierno. Los necesito, tanto como el aire que respiro. 








miércoles, 10 de julio de 2019

Para no amargarme

    Ya estoy en el sitio de mi recreo, rodeada de mis seres (más) queridos y viendo a esos amigos que solo veo de verano en verano. Ya puedo desayunar churros todos los días si quiero, aunque no lo hago porque estoy muy perezosa para las carreras matinales y eso me impide comprar las miles de calorías a crédito que los susodichos me cuestan. Ya no tengo que hacerle caso al despertador, e incluso puedo tirarlo a la basura; puedo comer a la hora que me de la gana y para ponerles un ejemplo: atún a la plancha a 12 euros el kilo en vez de a los 70 que me lo venden (y no compro) en mi residencia habitual. Bebo todos tintos de verano que me place con esos hielos gordos como icebergs que se compran por un euro la bolsa en las gasolineras españolas y aquí abro paréntesis: por qué razón que se me escapa, en España  el hielo se vende en las gasolineras? Se agradecen las respuestas. 

    La wifi funciona mal y eso me resulta hasta un aliciente. Ayer conseguí que mis chicos vieran conmigo « La ventana indiscreta » de Hitchcock y reconocieran que es un películón. Vuelvo a comprar periódicos de papel que se quedan dos dias sobre la mesa del salón y se dejan leer y releer y hasta subrayar si es necesario. También estoy leyendo una joya escrita por Madeleine Albright (se acuerdan de ella? ) que no sé si está traducida: « Fascism,a warning » en el original. El tiempo pasa con una calma chicha que desconozco en otras épocas del año, esas en las que me pregunto tantas veces lo que da título a este blog. 

    Y aun en medio de esta felicidad pasajera pero cierta, una araña o bicho semejante ha conseguido pegarme un mordisco en el brazo que pasó de ser mi brazo a ser el del Increible Hulk en pocas horas. Cosas mas gordas le pueden pasar a uno en esta vida pero aquel brazo necesitaba un corticoïdes inyectado antes de que fuera demasiado tarde. Voy al consultorio de la Seguridad Social de este sitio de mis veraneos que venero y me niegan la asistencia porque no soy miembro de la Seguridad Social ni tengo tarjeta sanitaria europea porque pertenezco a una aseguradora privada. Les ahorro las vicisitudes posteriores porque al final encontré un médico, en una clínica privada cuya existencia desconocía , donde  me inyectaron el corticoide, me dieron unos antihistaminicos, me desinfectaron la herida y aquí estoy como si nada. Bueno, como si nada, no: he perdido la fe en la Seguridad Social, en la que creía más que en los Reyes Magos. He visto claramente como los que mandan se cargan los servicios públicos para que cuando tengamos pupa los que podemos pagar nos reparen, y al resto que los parta un rayo. Me hubiera podido dar un shock anafiláctico de esos y al del consultorio no se le hubiera movido una ceja, da igual. Los reventadores de costumbre ya empiezan con que si a los de la patera los atienden según los rescatan del agua y a mi que soy española no (prefiero que sigan atendiendo a los de la patera, francamente, yo ya me las arreglo) y yo he decidido cerrar el capítulo contándoles a ustedes la batallita y seguir adelante con mis dias de asueto, para no amargarme... Aunque el del consultorio se merezca una reclamación en toda regla. 

    Si la vida es corta, las vacaciones son todavía más cortas. Así que la Seguridad Social esta vez se quedará sin mi queja. Para no amargarme, insisto. 















lunes, 1 de julio de 2019

Olviden, y miren lo que queda.

    Ha llegado julio y yo creí que no llegaría nunca. Junio se ha marchado y si por mi fuera, con una buena patada en sus posaderas. Se me nota que he pasado un mes regular, tirando a malo? Pues no les doy más pistas. 

    En este mes regular de los malos, he tomado ciertas decisiones que les iré comunicando cuando encuentre la paz de espíritu que me dan los churros, el mar, unos buenos libros y la compañía de mis seres queridos. Ahora sólo me da la poca paz espiritual restante para escribir estas líneas que quisiera dedicarme a mi misma y a todos los que como yo, tenemos un procesador de emociones metido en el cerebro, que avanza a saltos y trompicones sin darnos cuenta que la vida a veces va a la velocidad del caracol. 

    Cuando los años se cuentan por más de cinco decenas, va siendo hora de pisar el freno más veces de las que uno quiere y sobre todo, más veces que las que se pisa el acelerador. Porque esa cosa que se llama vida, y que se cuenta en plural en los videojuegos pero en singular todas las demás veces, es un regalo que nos pensamos que es gratis, y de eso nada. Este cuerpo que creemos que es nuestro y que hace todo lo que le decimos, a veces hace lo que le da la gana; y esos cinco sentidos a los que no prestamos atención ninguna,  nos juegan también alguna que otra mala pasada. Así que vengo dispuesta a anunciarles una buena noticia: no es que os améis los unos a los otros (que también) sino que miren ustedes a su alrededor y decidan, cada día, y casi cada hora lo que de verdad importa. 

    Así que olviden los suspensos de los hijos, las multas de tráfico, las negociaciones para formar gobierno, las subidas de la luz, el valor catastral de sus inmuebles, el ruido que hace la vecina de abajo con sus tacones o el vecino de arriba con su televisor. Olviden los resultados de su equipo de fútbol, la tercera temporada de "La casa de papel", los horarios de los bancos y las wifis que no funcionan o se paran en el momento preciso. Olviden los Sanfermines, la llegada de los turistas, el Tour de Francia (habrase visto cosa más viejuna?) y las rebajas. Dejen de publicar fotos de cualquier cosa en Instagram (es terapeutico) y no lean más libros de autoayuda, porque la verdadera autoayuda es querer mucho a los de alrededor. Tiren muchas cosas a la basura, todo eso que uno no sabe donde colocar, por falta de estanterías y si eso no basta, tiren las estanterías. Olviden el coche, soporten como puedan los patinetes, vayan al cine y dejen de ver series, caminen por todas esas calles por donde en otro tiempo circularon sobre cuatro ruedas. Olviden la maravillosa paella de su suegra y los chistes malos del cuñado, los maravillosos hijos de los demás, que terminan masters y dobles carreras, las niñas rubias y con lazos en el pelo, los perros que ocupan el lugar de las personas y las personas que no son capaces de ser amables con los perros. Olviden al político extremista, al colega del trabajo puñetero y al taxista impertinente; olviden su nómina, las facturas, los tipos de interés y la prima de riesgo si es que alguna vez llegaron a comprender como funcionaba. 

    Cuando hayan procedido a toda esta catarsis y limpieza de cuerpo, palabra, espíritu y cachivaches, miren a su alrededor y miren lo que queda, o quienes quedan; respiren con ganas y si sale y entra aire sin mayor problema es que están vivos. Todo lo demás no importa. Feliz verano amigos!