lunes, 22 de julio de 2019

Veinte años no es nada. Veinticinco un poco más

    La nostalgia y yo nos llevamos muy bien; de hecho, somos amigas. Ella me recuerda una y otra vez las cosas que me gustan y yo, como tengo buena memoria, las repaso puntualmente. A veces me gustaría que no fuera tan insistente, porque la nostalgia es cosa de viejos, o al menos de gente a quien le queda menos recorrido que lo ya andado (cual es mi caso) y constatarlo me pone triste. 

    La nostalgia me recordó ayer que hace cincuenta años yo vi como llegaba un hombre a la luna, mientras Jesús Hermida nos lo contaba, sentada en las piernas de mi abuelo (que no se acostaba más tarde de las once ni el día de Nochevieja pero aquella vez hizo una excepción) y me recordó como aquella niña de cuatro años se pasó después de ese día muchos atardeceres de campo extremeño mirando embobada la luna que aquellos americanos habían pisado días antes. Mis hijos se rien de mí y aseguran que es imposible que me acuerde, pero a Dios pongo por testigo que lo recuerdo y que probablemente ellos no recuerden nada ni se ufanen mucho en hacerlo,  porque unas pantallas voraces les contarán como era el mundo de su infancia sin que ellos tengan que mover más que un dedo para apretar la tecla correspondiente. 

    Y esta mañana, la nostalgia ha venido vestida de fiesta y con el ánimo alegre a recordarme que hace veinticinco años, en otro día de verano de campo extremeño, la niña que miraba la luna buscando a Neil Armstrong, decidió no mirarla sola nunca más. Ya no era una niña, claro estaba. Hoy  hace veinticinco años que me casé y dicen que eso se llama Bodas de Plata y que hay que celebrarlo de alguna manera. Ahora que casarse se ha puesto de moda y que a la que menos te lo esperas te invitan a una boda que dura tres días y te cuesta un ojo de la cara, me resulta gracioso recordarme a mi misma aquel día de verano en el que por el rito correspondiente di gusto a padres y suegros y repetí  una boda que civilmente ya había celebrado cinco meses antes. 

    Sea como sea, yo siempre parca en celebraciones, pero intensa en mis recuerdos. Hace veinticinco años que miro la luna, hago el café, la compra y las lentejas en compañía; tengo un hombro sobre el que llorar, reír, ver películas y últimamente series de televisión. Hace veinticinco años que comparto facturas, hipotecas, matriculas de colegio y recibos de la luz. También comparto crianza, insomnios, despertares intempestivos, sustos infantiles y juveniles, problemas laborales y hasta alguna que otra bronca por un simple cubo de basura. Pero en lo esencial, comparto mi vida y no renuncio a uno solo de los  minutos que llevo consumidos en compañía  desde hace ese cuarto de siglo que hoy celebro. Espero que me entiendan si tener que añadir más explicaciones. Soy más que razonablemente feliz, mucho mejor acompañada que sola; y esa es mi gran suerte. 








  

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