sábado, 24 de septiembre de 2011

La peluterapia

   Hoy por fin los sabios doctores nos han dado el alta, la bacteria impertinente que ha puesto mi hogar boca abajo durante tres semanas nos ha abandonado y ante mi se abre un fin de semana de dos largos días con promesa de metereología clemente (a ver si...) y aunque suene a topicazo: "y yo con estos pelos"...Tengo que ir a la peluquería.

   La peluquería era para mi un suplicio en mi infancia, cuando llevaba por imperativo materno una melena de medio metro y tres kilos de espesor que me hice prometer que me cortarían una vez pasada la primera comunión y que jamás he vuelto a dejar crecer. La peluquería era ese lugar donde nuestras madres iban todas las semanas y donde pasaban la tarde metidas debajo de unas escafandras que ya no se usan ni en los transbordadores espaciales; allí se hablaba de lo divino y de lo humano (más bien de lo segundo) y se compartía por riguroso turno el Hola, el Lecturas y el Semana. Se salía dos horas más tarde de haber entrado  con un cardado que elevaba la estatura al menos cinco centímetros, a ellas, nuestras madres,  les parecía una tarde muy aprovechada y yo, adolescente de grandes principios, juraba entonces que antes muerta que pasar dos horas de mi precioso tiempo en semejantes lugares.

   Pero hete aquí que la historia nos pone a todos en nuestro sitio y yo, la militante antipeluquería de los años 70 y 80 me encontré a principios de los 90 con un brote de canas que me fue ganando la partida a ritmo desenfrenado y que me hubiera convertido en la Cruella de los 101 dálmatas si no existieran los maravillosos tintes que ocultan esa parte de mi que envejece a la velocidad de la luz. Y así, me he convertido en cliente asidua de la peluquería, a la que voy por prescripción facultativa una vez al mes y si puedo hasta dos, porque como hay que tener pocos principios para poder tirarlos por tierra más facilmente, a estas alturas de mi vida he decidido que las dos horas de la pelu son un oasis de paz en medio del frenesí cotidiano. 

    Cuando las pérfidas canas comienzan a hacerse notar, me aplico rápidamente no el tinte, sino una sesión de peluterapia, consistente en perder dos horas de mi tiempo  en las que estoy obligada a estarme quietecita (los que me conocen saben cuánto me cuesta) a no coger el teléfono, a dejarme rascar la cabeza, a leerme toda la prensa rosa de los últimos quince días y a tomarme un té a la vez que escucho las conversaciones de mi alrededor, que es en el fondo la parte que más me divierte. De allí salgo nuevamente con mi falso color natural, las puntas recortadas, el ánimo apaciguado y lista de nuevo para el combate. Finalmente veo por qué nuestras madres pasaban sus tardes en la pelu y me doy cuenta cuán equivocada estaba! Nunca es tarde para rectificar.

   No creo estar descubriéndole un mundo nuevo a nadie, pero para quien no lo haya contemplado desde este punto de vista tómese la peluterapia en dosis sabiamente administradas en el tiempo y verán sus efectos en el estado de ánimo: la peluquería, en el fondo es un grupo de autoayuda, y los peluqueros grandes psicoanalistas, aunque ellos no lo sepan.

   De postre una escena conmovedora de una de las grandes películas del cine francés sobre el tema peluquero (y hay unas cuantas) pero esta es mi favorita: "Le mari de la coiffeuse" o "El marido de la peluquera", de Patrice Leconte, a verla ya!



 

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