lunes, 23 de febrero de 2015

La tolerancia. Modo de empleo.

    Creo haber tenido una buena educación y no le reprocho casi nada a mis padres a estas alturas de mi existir. Creo que sé comportarme con cierta soltura en situaciones variadas, que reconozco el valor de la honradez y la decencia y que he crecido pensando en que lo que a uno no le gusta que le hagan, no hay que hacérselo a los demás. No me ha ido demasiado mal en la vida respetando esas simples leyes, pues curiosamente, en el hogar cristiano y castellano en el que crecí, la tolerancia no se enseñaba ni se hablaba de ella; algo que me llama la atención porque yo no paro de mentársela y recordársela a mi prole que, al contrario que su madre,  no han nacido en una dictadura  ni en un país que antes de ser de colores fue durante muchos años en blanco y negro, Y sin embargo me doy cuenta que estas gentes adolescentes y hormonadas son, en mucho casos más intolerantes que sus padres, verbigracia, los de mi quinta y yo. 

    Que la tolerancia no se enseñaba en muchas casas de los años sesenta y setenta no debe de extrañarnos porque no era un requisito indispensable para andar por la calle, a veces más bien todo lo contrario. Reconozco que a mí me enseñaron más lecciones de tolerancia las monjas de mi colegio (algunas) que mis padres o mis abuelos, que habían hecho la Guerra (algunos) y la habían padecido todos. En la otra cara de la moneda está la grey juvenil de ahora, que frecuenta escuelas donde se juntan diez o doce nacionalidades, y donde se puede acudir a clase de religión católica, protestante o musulmana. Nuestros chiquillos tiene amigos de todos los colores posibles, amigos que salen de familias de un solo padre o madre, o incluso de dos padres o dos madres; se rodean de gente que vive como quiere y donde quiere, que se viste extrañamente y se pincha el rostro con todo tipo de clavos y chinchetas, tiene padres que son abuelos a la vez que padres de hijos de corta edad y madres que viven a tres horas de avión de donde ellos se encuentran. Y a pesar de ello, muestran en muchos casos más cerrazón mental y menos apertura de espíritu que lo que se les debería exigir, ya pasados catorce años del segundo milenio después de Cristo.

   Yo no crecí con tanta originalidad a mi alrededor, ni siquiera había cómo entrar en contacto con ella. En las cabalgatas de Reyes de mi ciudad el rey Baltasar era el mismo chico de color, un año tras otro, al que todos conocíamos porque era el portero de una conocida discoteca y porque, obviamente, era rey Baltasar por ser el único negro de la ciudad. A pesar de ello, me he esforzado por comprender a los que no son como yo y, más difícil todavía, a los que no piensan, viven ni se comportan como yo. A veces (por culpa de Facebook sobre todo) me encuentro con alguna sorpresa en forma de manifiesto cuasi racista o de insulto banal, grosero y gratuito hacia los que no piensan como el autor del insulto. En estos casos mi primera reacción es borralos de mi lista pero, apelando a la sempiterna tolerancia incluso los conservo cerca y dialogo con ellos.

    Lástima que a mi generación se le está pasando el turno de ser llamados a gobernar, porque nos estamos haciendo mayores, y los que vienen detrás arreando tienen poca paciencia para todo: para esperar turno y para aprender tolerancia en píldoras mientras esperan. Lástima doble, porque este año electoral, tal y como anda el patio quizás sea el año que acabe con la España de los turnos de gobierno, que es casi tanto como acabar con los caciques, aún existentes en el siglo XXI; porque nadie va a tener mayoría para formar gobierno y hacer del país durante cuatro años el patio de su casa,  y más de uno va a tener que estrechar una mano que no esperaba o cruzar un puente que muchas veces se negó a cruzar. Yo, por lo pronto me alegro de que sean quienes sean los que gobiernen, van a tener que sentarse alrededor de una mesa y escuchar, ceder, aguantar e intentar comprender al prójimo como a uno mismo. A esta democracia jovenzuela y de baja intensidad que tenemos le va a venir de miedo!

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