martes, 20 de febrero de 2018

La letra, y la sangre con la que no entra.

   Al lado de mi casa hay un casoplón o palacete (según se mire) que desde hace quince años ha tenido diversos usos, entre ellos el de ser una de esas mini embajadas de gobiernos regionales creadas en los tiempos de la,opulencia y que en los tiempos de la crisis demostraron su inutilidad porque nadie las echaba de menos.

     Ahora es un colegio, un tanto particular porque no es público ni de curas o monjas, sino una cooperativa de padres que han decidido que lo que le ofrece la enseñanza en este país no les gusta y en vez de fundar una Startup o un negocio de comidas a domicilio, han fundado un colegio donde llevar (supongo que ese es el objetivo) a sus propios hijos. Estos padres llegan cada mañana en bicicletas a las que enganchan toda suerte de artilugios rodantes, triciclos, bicicletas a pequeña escala y demás aparatos destinados a ahorrar gasolina y contaminación y de paso exponer a tus hijos a los peligros del tráfico. Vienen disfrazados de bomberos o zapadores con todo tipo de cascos y chalecos reflectantes, y como son siempre los mismos se saludan unos a otros en franca harmonía. Los niños, todos aún de corta edad, llegan por la mañana pedaleando y sonriendo, y salen por las tardes con la misma sonrisa de oreja a oreja; debe ser uno de esos colegios donde los niños expresan su creatividad, pintan en las paredes, desarrollan habilidades , socializan y crecen convencidos de estar predestinados a mejorar el mundo...Benditos ellos.

    Nada tiene que ver ese colegio con el que fui yo, un oscuro caserón (que no casoplón) con un patio de cemento, del que a pesar de todo guardo fantásticos recuerdos. Pero siendo contemporáneos, nada tiene que ver tampoco con el colegio al que envié a mis hijos, donde aprendieron lo que buenamente pudieron en varios idiomas y se hicieron amigos de chicos y chicas de veinte países. Mis hijos memorizaron, sufrieron con las matemáticas, se aburrieron con la historia  e hicieron dictados y análisis sintáctico, que debe ser como actividad lo más viejuno e ínútil que se puede hacer en una escuela, aparte de llevarle flores a la Virgen cuando el colegio es de monjas.

    Mis padres sí que llevaron flores y rezaron rosarios, escucharon a pie firme el himno nacional (y cosas peores) e izaron bandera, aprendieron ríos y cordilleras y la única habilidad que les fomentaron fue la de la costura a las chicas. Con mis abuelos hablé poco de sus colegios respectivos, que se remontan ya a los años veinte del siglo pasado. Mi marido también trabaja en un colegio donde no se dedican a fomentar la creatividad a costa de añadir capas de pintura a las paredes, pero donde sí se preocupan (me consta) por formar ciudadanos responsables; él sí me cuenta de sus años de colegio, que era contemporáneo del mío pero en otro país, y veo que se repite la misma historia: nunca sabremos si lo que aprendimos de forma tradicional, gastando mucho codo y memorizando mucha inutilidad es mejor o peor que esas capacidades resolutivas y esas competencias creativas que han venido a sustituir al saber tradicional.

   Lo que yo si sé, y ustedes también lo saben, es que en ninguna de todas esas escuelas que he descrito anteriormente, sean de monjas, de frailes, del Opus, del estado, de una cooperativa de hippies o de burgueses acomodados;  en ninguna de ellas, la preocupación principal es la de que un día entre un ex-alumno despechado y desalmado, armado hasta los dientes con una ametralladora y la emprenda con todo el que se le cruce en su camino. Que protestemos de que nuestros retoños se salten la disciplina, tengan a los camellos vendiéndoles mercancía a la puerta o aprendan cosas que no debieran no es agradable, de acuerdo; que mandemos a nuestros hijos al colegio pensando en que cualquier día nos los devolverán cadáveres, como si les hubieramos mandado a una trinchera de la Guerra del 14 es otra cosa. En este país donde vivo, y en otros en los que viví antes, no sucede porque,  saben ustedes, nuestras leyes no nos garantizan el derecho a tener y usar un arma como quien tiene un patinete. Porque ésto es Europa, vieja, culta y civilizada; y aquello, muchas veces, es todavía el salvaje Oeste.

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