sábado, 24 de diciembre de 2016

las mesas de Navidad

    Algo más  de cincuenta años de vida, multiplicados por dos (Nochebuena y Navidad) y no digamos ya por cuatro (si añadimos Nochevieja y Año Nuevo) dan para muchos recuerdos acumulados en torno a una mesa.

   Como muchos de ustedes, a pesar de que culpemos a la Navidad de rutinaria y de película vista muchas veces, yo he tenido todo tipo de mesas navideñas. Opulentas y pobretonas, de dieta viejuna (las más) y alguna que otra  de cocina moderna y desestructurada. Llenas de parientes y en la más absoluta intimidad de dos. Ruidosas y cantarinas, tantas como muchas tristes y llorando ausencias. En varios países y continentes, con tracas y cohetes y hasta con tiros de escopeta; en los dos hemisferios terrestres e incluso volando en un avión de Iberia. 

    He ido a sentarme a todas estas mesas con alegría, porque soy glotona; y he comido con esa misma e igual alegría el mejor Foie del sur de Francia como el peor langostino congelado del planeta; he bebido vinos excelentes y vaciado copas de cava en los tiestos del comedor; he rebañado las sobras de mis hijos para no quedar mal ante quien cocinaba y me he tirado con saña a por el último canapé vivo, la última ostra (viva también) y el último polvorón, porque el turrón no me gusta. He cantado "los peces en el río" que es mi favorito, y escuchado coo otros cantaban cosas más profundas y mejores. He fregado decenas de copas, sacado y metido manteles y dada la variedad de mesas navideñas, hasta he arrojado toda la vajilla a la lumbre de la chimenea, que como lavaplatos no tiene igual!

    En todos estos años de mesas navideñas variopintas he procurado no hablar de política (y miren que el año pasado nos lo pusieron difícil) ni proferir injurias ni palabras soeces; he intentado no solo comer con urbanidad y beber con mesura, sino además con el gusto de hacerlo en buena compañía;  disfrutar de los que estaban y añorar lo justo a los que faltaban. Y a pesar de los pesares, y de tener unos parientes más o menos normales, he visto mesas navideñas en las que hemos terminado como el rosario de la Aurora, semblantes tristes y dardos lanzados directos al corazón.

    Por eso, las mesas navideñas que de aquí a unas horas se llenarán de platos, de copas y de migas de turrón son a veces un campo de batalla cuajadito de minas. Pero tantas y tantas veces son el único momento del año en el que muchos nos damos cuenta de la suerte que tenemos de no estar solos. A pesar de que la suerte de la  lotería pase de largo, esa otra suerte que no nos abandona en cada mesa navideña, es la que hay que seguir persiguiendo. A todos los valientes  que en estos días se sientan con sus familiares en torno a un plato de langostinos congelados y son capaces de callarse que no hay quien se los coma: feliz  Navidad! Y así que pasen muchos años... Y muchas mesas. 

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