jueves, 1 de diciembre de 2016

Pobre niña rica (La chica de ayer, 4)

    Ella nunca pensó ser rica, ni por asomo. A la edad en la que los niños ricos veraneaban en Marbella, esquiaban, se paseaban por la ciudad en un Vespino y vestían Levi's 501 y zapatillas Adidas ella jugaba al baloncesto, llevaba vaqueros Lois y gastaba sus pocos ahorros en libros y discos de los Beatles. Cierto es que tenía un abuelo con dos fincas, que arreglaba a su familia  la papeleta de los veraneos, muy lejos de Marbella o de cualquier playa, pero cerca de higueras, riachuelos, peñas con alacranes y  noches eternas mirando las estrellas y buscando los primeros satélites; y otro abuelo que tenía un teatro reconvertido en cine,  lo que facilitaba el entretenimiento los fines de semana: sería inabarcable contar  la lista de programas dobles que se vió  casi cada tarde de  domingo, mientras los niños ricos paseaban en Vespino y se aparcaban a la puerta de las discotecas donde no les dejaban entrar. 

    En la Universidad descubrió con sorpresa que, sin ser rica, había una enorme masa estudiantil que era menos rica todavía; a muchos hoy los economistas los llaman pobres con todas las letras. Mientras que ella pasaba los veranos haciendo de guía turística y sacándose escasos cuartos para financiarse un Interrail, muchos de sus compañeros hacían camas a destajo y fregaban tazas y platos  en sitios tan esdrújulos como Torremolinos o Lloret de Mar, sin más proyecto que el de poder sobrevivir con lo que sacaban durante el curso académico por venir. Pero no era una niña rica: los zapatos le duraban un curso entero, compraba su ropa en una tienda que comenzaba a despuntar en aquel entonces, que se llamaba Zara y era barata entre las baratas y ya solo iba al cine el día del espectador, porque el teatro del abuelo había cerrado. Mientras tanto, había también niños ricos que viajaban a Egipto, vivían en pisos con asistenta financiada por sus padres y bebían gin-tonics cuando los demás se conformaban con cervezas, una detrás de otra, un bar detrás de otro.

    Salir de la Universidad y enfrentarse al mundo real no hizo más que reafirmarla en sus ideas. Mientras que los ricos de verdad empezaban (y frecuentemente no acababan) carreras, diplomas y aquel invento americano llamado Master; y mientras que los auténticos pobres intentaban aprobar a toda prisa oposiciones a lo que fuera, entendiendo que "lo que fuera" podía ser basurero o funcionario de prisiones, ella nadaba entre dos aguas sin saber si sus bienes (más bien los de sus antepasados) le garantizaban aún unos años de tonteo académico, o si ya iba siendo hora de convertirse en sufrido cotizador de la Seguridad Social. Optó por estudiar todo lo estudiable, sin saber  si esos estudios iban a convertir todo lo que veía en oro o si la iban a llevar a un callejón sin salida llamado desempleo, aunque sospechaba que la segunda posibilidad era la más real.

    Vinieron después años duros, de mucha sequía monetaria, de mucho querer ser independiente y vivir según sus principios; de querer conquistar la libertad a golpe de privaciones; algo que ninguno de los del Vespino comprendería jamás. Afortunadamente, tantas horas de estudio y tanto salir adelante con dos duros a pesar de tener cuatro, la colocaron a las puertas de un buen trabajo, donde consiguió colarse no sin otras cuantas horas más de estudio y no poca guerra de nervios para pasar los exámenes correspondientes. Haciendo cuentas, no ser ni pobre ni rico, o quizás, según se mire, ser una pobre niña rica, le permitió crecer siendo una persona austera y voluntariosa, que no son cualidades que te sirven para encontrar un marido ni para brillar en sociedad, pero ayudan a mantenerse airosamente en la superficie terrestre.

    A toda esa desesperada generación del milenio le gustaría aconsejarles el cultivo de las buenas amistades, los libros y sus enseñanzas, las virtudes de la perseverancia cuando se queda a un paso de la testarudez, esa cualidad viejuna e inútil en tiempos de inmediatez informática. Y la pobre niña rica, constata desde la atalaya de cinco decenas de vida, que  todo es muy relativo,  incluso esa pobreza mal entendida, como decía Calderón de la Barca (en otro libro por cierto):

Cuentan de un sabio que un día
tan pobre y mísero estaba,
que sólo se sustentaba
de unas yerbas que comía.
¿Habrá otro –entre sí decía–
más pobre y triste que yo?
Y cuando el rostro volvió,
halló la respuesta, viendo
que iba otro sabio cogiendo
las hojas que él arrojó.

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