jueves, 28 de septiembre de 2017

Ella y él (La chica de ayer, 10)

    A ella le gustaba el mar y a él  la montaña. A ella las comidas ligeras y hacer deporte, a él los huevos con patatas fritas y su idea del ejercicio era hacer crucigramas; a ella le iba la modernidad, a él las cosas de toda la vida; ella era sociable y pandillera y él serio y circunspecto. Para que estos dos seres antagónicos se juntaran, intercambiaran fluidos y construyeran una vida en común hizo falta que se encontraran en alguna de esas ciudades nórdicas con exceso de funcionarios y ambiente internacional. 

    Y fue en una de esas ciudades donde la calidad de vida se mide por el ritmo pausado y el tiempo que te sobra para todo, donde nuestros seres antagónicos, en menos que pía un pollo,  se compraron  una casa, y luego otra, y echaron al mundo tres niños; y vivieron una vida falsamente tranquila, llena de cestos de ropa que lavar, de niños que practicaban todos los deportes olímpicos, de trabajos interesantes y absorbentes, de cines y conciertos a los que no se podía ir, de cenas con amigos un día sí y otro también; de planes de vacaciones truncados, de padres que envejecían más allá de los Pirineos y de un día a día que iba al galope, sacaándole varios cuerpos de ventaja a sus protagonistas que iban al trote. 

    Y con el paso de los años, a nuestros seres antagonistas, que se conocieron, se gustaron y decidieron construir una vida juntos probablemente por amor, se les rompió el amor, quizás no de tanto usarlo pero sí de usarlo poco. De tanto alicatar baños, comprar muebles, educar infantes y reparar muros agrietados, olvidaron reparar la grieta que se hacía entre ellos y que se convirtió en una zanja. Y con la misma prisa y la misma pausa se dijeron adios. Ella volvió a comer ensaladas y a visitar las playas. A él le subió el colesterol y empezó a sobrarle tiempo para leer a Proust. Las criaturas ya no viven en la ciudad y el patrimonio inmobiliario acumulado sirve para pagarles las inumerables carreras y especialidades exóticas que acumulan buscando algún día poder ejercerlas. Se despidieron sin odio y con civismo, e incluso continuaron frecuentando amigos y lugares comunes, abandonando odios pasados en manos del olvido que todo lo cura. 

    Llegará el día en el que los seres antagónicos, él y ella, recuerden con una sonisa los años comunes, la vida en común y hasta el común acuerdo en no seguir siendo uno. Porque nos acercamos a una edad peligrosa en la que, como dijo Borges, ya sólo somos el olvido que seremos. El amor, cuando es demasiado civilizado  y vive en terrenos de pacífica concordia, muchas veces deja de ser amor.

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