domingo, 17 de septiembre de 2017

Torbellino de emociones

    Si yo fuera al psicoanalista, hace tiempo que éste me hubiera recetado no dejarme llevar por las emociones e incluso, suprimirlas. Si  mi cabeza no fuera un potro desbocado y mi corazón esa víscera que le bombea la sangre para que se desboque, quizás hace también mucho tiempo que habría optado por ser yo misma un pedazo de corcho. Mis amigos Yogis ( son multitud) me recomiendan todo tipo de respiraciones, posturas y versiones del Yoga que podrían ayudarme, y no lo pongo en duda aunque aún no he encontrado la franja horaria que dedicarle.  Hace unos veinte años, arriba o abajo, tanto tragarme las emociones para mí solita me produjo (o cabría decir "me produje") una úlcera de estómago de la que tardé mucho en recuperarme. Desde entonces decidí que los emotivos contumaces como yo, lo único que podemos hacer es echar fuera esas emociones que nos convulsionan y nos agitan de la forma que sea: yo he optado por hacer deporte, querer mucho a los que me quieren, ser simpática y echar pestes en voz alta de los que no me quieren y de lo que no me gusta...Por ahora sobrevivo. A todo ello he añadido, con desigual fortuna, tocar el piano; ya se sabe que la música amansa las fieras, y probablemente yo sea una de ellas. 

    Pues aquí me tienen ustedes clausurando una semana llena de emociones encadenadas y abundantes:  mandar a un hijo a la Universidad, que para remate es en la que estudiamos su abuelo y yo; instalarlo en una ciudad que es la mía, donde crecí y a donde vuelvo feliz y contenta siempre que puedo; pasear por ella con ese hijo al que todos y todas le aseguran que se lo va a pasar fenomenal y que no dude en llamar si tiene un problema. Cruzarme con antiguos profesores , insignes catedráticos que admiraba y comprobar que, a las diez de la mañana ya huelen a vino. Comprar folios y rotuladores en las mismas papelerías que hace treinta años, respirar el verano que se resiste a marcharse en septiembre; mostrarle a mi polluelo los bares de siempre, las calles de siempre, la panadería o el cerrajero. 

    Y por si fuéramos pocos, hacer nuevos amigos a los que saco esos mismos treinta años: un grupo de cuatro mexicanos estudiantes de la Universidad de Puebla, esforzados becarios que se han ganado a pulso y con expedientes de matrícula el cruzar el charco para estudiar un semestre en la Madre Patria (aún la llaman así!). Les presté mi teléfono  para que llamaran a sus madres por Whatsapp y las tranquilizaran después de un largo viaje y aquello selló nuestra amistad.  Me parecieron buenos chicos y no sólo, llenos de un entusiasmo desbordante por aprender y de una energía igualmente desbordante por conocer. Hablando con ellos el tiempo de un trayecto de autobús de dos horas, crei verme de nuevo a mí misma el año en que Erasmus llamó a mi puerta para cambiarme la vida. Espero poder seguirles la pista por esta Europa llena de estudiantes sin ese estusiasmo. 

    Recibir la visita a domicilio de mi tío Clemente, a quien este año ya he visto dos veces en pocos meses, regalo que no recibo a menudo. Instalar a mi hijo en algo que tiene que convertirse, sí o sí,  en su nuevo hogar. Compartir pan y jamón con madre, hermana, cuñado y sobrinos. Desayunar churros en una estación de autobús...Y todo ello bajo el sol. Y todo ello a punto de conmemorar los veinte años de ausencia de otro estudiante de esa nuestra Universidad, por la que pasó feliz y orgulloso como tantos otros y de la que salió para comerse el mundo (también como tantos otros) y para convertirse en mi padre. 

    Uff! Creo que esta próxima semana voy a tener que hacer muchos kilómetros corriendo, querer mucho, echar muchas pestes y ser muy simpática para superar todo ésto. Ah! Y ponerme de nuevo frente al piano. Feliz semana para todos.

   

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