domingo, 13 de mayo de 2018

Islas, isleños, amigos y ensaimadas

   Una semana de paréntesis isleño gracias a la amable invitación de una de mis amigas. Ya sé que soy pesadísima con esta cantinela, pero quien tiene una amiga tiene un tesoro, y si la amiga tiene una casa en Menorca y te invita, el tesoro va acompañado de un pozo de petroleo y del gordo del Euromillón. Luego está aquello que dijo el boxeador de que si tienes un millón de dólares, tienes un millón de amigos; cosa cierta y que Donald Trump ha utilizado muy bien para convertirse en presidente de los Estados Unidos. Yo no llego a tanto, pero tengo muchos y buenos amigos, y una de ellas tiene una casa en Menorca.

    Pasar una semana en Menorca (isla al parecer atiborrada en verano de esa especie invasora que es el homo turisticus) en en el mes de mayo, con todos los campos llenos de flores, las calas de agua transparente apenas habitadas, sin enjambre de barcos de recreo en el horizonte y con toda la primavera a mis pies es un regalo para guardarlo en el corazón y no jugar más en una buena temporada a la primitiva porque ya con ésto me ha tocado! Siendo puñetera diré que me han faltado unos graditos más para quitarme el jersey más a menudo, pero no se puede tener todo en la vida, ya se sabe. 

   Qué tiene esta Menorca que me ha dejado rendida a sus pies (y sobre todo a sus playas): pues una naturaleza espectacular, verde que te quiero verde y azul de todos los azules.Unos caminos de cabras (ellos les llaman de caballos porque los baleares son más finos) que uno patea sin descanso, porque cada uno de ellos es un regalo para los sentidos; una paz infinita, de una gente civilizada que no se apresura y cierra las tiendas a la una porque es la hora de comer; y ensaimadas. Y es importante lo de la ensaimada, porque es muy importante empezar bien el día, y más en vacaciones: les  aseguro que no he echado de menos a mis adorados churros ni un solo día, y ya es decir! He comido ensaimadas hasta contarlas con una cifra de dos dígitos y he tenido que hacer muchos caminos de caballos, cabras o cualquiera que sea el cuadrúpedo para que no vayan las desgraciadas y se depositen en mi cintura, que es donde va a parar todo lo que me como y no quemo.

   Y fíjense que lo de la gente civilizada es contagioso hasta para el homo turisticus: en las calas menorquinas no hay papeleras ni cubos de basura; la gente llega a pasar el rato, o el día,  y se va con sus desperdicios y basuras en una bolsa. Los niños no gritan y a nadie le importa si el vecino está vestido, desnudo (muy a menudo) y si se besan dos hombres, o dos mujeres, o uno de cada. Y cuando aparece la pandilla juvenil con su altavoz cilíndrico dispuestos a machacarnos las orejas a golpe de reguetón, voces varias se alzan para sermonearles sin que una servidora se tenga que poner las pinturas de guerra (como tantas veces me ha ocurrido en otras playas donde el ruido es un derecho humano).  Parece que la cala menorquina es el último reducto de tranquilidad que queda en España, junto con alguna que otra iglesia de pueblo, porque las de las ciudades o están cerradas o invadidas de turistas, de la versión ruidosa, para colmo.

   Gracias a mi amiga por regalarnos a servidora y a mi chiquilla una semana de paz, y gracias Menorca, por cobrarles a los turistas un impuesto de entrada lo suficientemente caro como para mandarlos a  gritar a otro sitio! Feliz semana para todos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario