jueves, 17 de mayo de 2018

Pepe, guardacoches (La chica de ayer, 17)

    A Pepe la guerra le dio de comer y le arrancó un brazo. El 36 le pilló con los dieciocho cumplidos y en zona nacional y no le quedó más remedio que echarse el fusil al hombro, porque tampoco tenía mucho más que hacer aparte de vender en el mercado las legumbres de la huerta paterna y pasar hambre. Le tocó pasar tres inviernos a la intemperie pero vestido y alimentado, y solo al final, en el frente de Guadarrama, un mal paso de un compañero que pisó un obús le arrancó de cuajo el antebrazo izquierdo y dos dedos de la mano derecha. Volvió a casa con un carnet que decía “Caballero Mutilado de Guerra” y pensó que para ser un hijo de pobre labrador,  un carnet donde ponía “caballero” no era mala ganancia. Carnet que, de paso, le garantizaba un trabajo de por vida; con él le dieron a Pepe una chaqueta gris con galones y una gorra de plato y le colocaron de guardacoches en el mejor barrio de la ciudad. 

    El hijo de una familia pobre como las ratas, pasaba sus días y sus noches entre lo mejorcito de aquella capital de provincias. Por las mañanas gestionaba el tránsito de camiones de reparto y vehículos municipales; le vigilaba el camión  al butanero y al farmacéutico le reservaba el sitio más cercano a la farmacia a cambio de los optalidones necesarios para pasar los dolores que a veces le producía el muñón y del Alka-Seltzer para las muchas resacas. Los del bar de la esquina le invitaban a más de un chato mientras él vigilaba los coches en doble fila de muchas señoras comprando zapatos y de otros tantos señores echando la quiniela. Sabía cual era el coche de cada vecino y a qué hora iban y venían sus propietarios. Los quitaba y ponía de la zona azul y les cambiaba el disco horario a los que lo necesitaban. Como premio, caían propinas que nunca iban más allá del bar, porque Pepe vivía casi 24 horas en aquel feudo de cuatro manzanas que él consideraba su casa, siendo la suya propia un garito abandonado de treinta metros cuadrados cuyo arriendo económico pagaba con su escasa paga de Caballero Mutilado, que tenía muy poco de caballerosa y mucho de mutilada. En su casa se acordaba de su triste condición y de no haber conseguido salir de la pobreza pese a ganar una guerra; con la gorra puesta en sus calles era el dueño y señor de todo lo que circulaba y se aparcaba.

    Murió el dictador y entronizó al rey; se marchó el régimen que le dio malamente de comer y llegó la democracia. Hubo referendum y elecciones, y hubo hasta constitución. A Pepe todo ese tránsito le traía sin cuidado porque el que le ocupaba a él, el de los coches y las camionetas de reparto, continuaba, fuera quie fuera el que mandaba en el cotarro. Cada día se ganaba más y mejores propinas porque era eficaz en su trabajo, pero cada día se las gastaba más rápido en el bar donde a partir de cierta hora, optaban por no servirle ni un chato más a pesar de su insistencia. El farmaceutico complaciente de antaño se jubiló y apareción una amable señorita poco dispuesta a darle el Optalidón sin cobrarle, y comenzaron a faltar varios de los vecinos habituales que le dejaban las llaves del coche con confianza ciega en ese señor que,  manco y frecuentemente con una copa de más, , encontraba como aparcarlo sin hacerle ni medio arañazo.

   Pero un aciago día, los empleados del ayuntamiento llegaron no con camioneta, sino con pico y pala y una serie de artilugios que había que clavar en el suelo.Aquello no eran postes sin más, y uno de los obreros, con todas sus malas pulgas le notificó a Pepe que a partir de ahora le iba a resultar complicado ganarse las propinas porque aquello eran parquímetros. El día en que los aparatitos comenzaron a funcionar, Pepe se dió cuenta que a pesar de ganar una guerra y ser Caballero Mutilado, esa batalla la había perdido y, como el hombre tenía su dignidad, hizo la jornada, y al llegar la tarde se pidió en el bar un doble de Soberano con las últimas propinas, recogió las llaves de su casa y le dejó a Anselmo, el camarero, su gorra de plato en prenda. Según salía, el portero de uno de los inmuebles de la plaza le preguntó qué le parecían los flamantes parquímetros instalados por el nuevo alcalde recién elegido,  a lo que Pepe contestó sin más: "parquímetro tu puta madre". Y de él nunca más se supo. La gorra sigue colgada en la barra del bar, no sea que algún día se pase a recogerla.

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