martes, 29 de enero de 2019

El taxista Espartaco

    Uno de los grandes placeres de los expatriados cuando volvemos a España, además de dsfrutar del sol, los churros y las cañas de los bares, es coger un taxi. O por lo menos, así era hasta no hace mucho. A los que vivimos en capitales donde coger un taxi es casi casi como alquilar un avión (por caro y poco frecuente) nos gusta llegar a Madrid, levantar un brazo, que se pare un coche a nuestro lado y nos lleve a donde le pedimos sin tener que pedir un préstamo para pagar el viaje. Yo, que no vuelo en Ryanair y jamás alquilo un alojamiento en Airbnb, un poco por miedo, otro poco por conciencia social y otro poco más por defensa de los negocios tradicionales, ya hace tiempo que salí del armario de Uber y confieso que soy usuaria, sí; entre otras cosas porque, en mi ciudad de residencia,  coger un Uber es lo más parecido a coger un taxi,  donde el taxi, insisto, es algo  reservado para los muy ricos y con mucho tiempo libre, porque además nunca llegan en cinco minutos. 

    Además el de los taxistas siempre me pareció un gremio simpático.Desde aquel Mariano de mi infancia que nos llevaba a mi abuela y a mi a sitios insólitos en su 1500 (San Vicente de la Barquera como ejemplo) porque mi abuelo no quería ir a ninguna parte; hasta los muchos taxistas que he conocido en varios lugares del globo: un colombiano que echaba gasolina bailando salsa y sin apagar el motor, un egipcio que le enseñó a mi padre la cicatriz de su última operación de hernia a la vez que conducía, un  americano ex policía en Las Vegas que nos recomendó uno de los museos más interesantes que he visto en muchos años; otro iraní en San Francisco cuyo taxi estaba pagando la carrera de su hija en Stanford y que además me explicó la crisis del estado Iraní y la guerra con Irak como ningún periodista lo había hecho hasta entonces. Y para terminar, el singular e inimitable Nino, protagonista de una de las entradas más exitosas de este blog ("Mi amigo Nino" 13 de abril del 2015) y persona indispensable para conocer Nápoles y la costa Amalfitana.

   Cuando Cabify empezó a tener cierto éxito en España, como el buen remedo de Uber que es, yo seguí defendiendo a los taxistas a pesar que, cada vez conocían peor las ciudades, limpiaban menos el taxi y se limpiaban menos ellos mismos. Los defendí como defiendo el libro a pesar de tener un Kindle y una cuenta en Amazon y como defiendo el papel y el bolígrafo para preparar un examen  aunque mis herederos estudien con los ojos fijos en una pantalla de ordenador. Los defendí con el mismo argumento que he empleado en estas mismas batallas absurdas en las que me meto: el mundo evoluciona y no podemos pararlo, pero hay sitio para todos. Ni le pido a los jóvenes de mi ciudad que le paguen a los taxistas el precio desorbitado que piden por recorrer medio kilómetro, ni creo que mi madre y su pandilla de Chicas de Oro se pongan todas la aplicación del Cabify en el móvil de hoy para mañana.

    Pero en estos días he visto taxistas comportándose como macarras violentos con uno de ellos que se hace llamar "Peseto Loco" a la cabeza (búsquenlo en Google y luego me dicen) calles bloqueadas y gente sin poder ir a sus casas o trabajos; un minusválido agredido por viajar en un VTC al lugar de su rehabilitación, y para colmo perlas como la del  huelguista jefe que dice que no se esperaba que "un ministro de izquierdas, y además gay, mande a la policía a reprimir al pueblo"... Hasta aquí ha llegado mi paciencia y comprensión,  señores taxistas. El señor ministro del interior del gobierno de España tiene el deber de garantizar el orden público en las calles de cualquier ciudad española; y para ello, tiene la prerrogativa de mandar a la policía a que restablezca ese orden público alterado que, pase que un día de huelga traiga aparejados ciertos inconvenientes,  pero nueve días de disturbios son como para enviarlos frente al ejército y a los legionarios con su Cristo y todo. Y volviendo a las declaraciones de Tito Alvarez, el taxista Espartaco: es que los gobiernos de izquierda tienen que tolerar el desmadre por las avenidas? Tienen que hacer la vista gorda cuando los niños no llegan a los colegios? O cuando la gente pierde trenes y aviones por no llegar a tiempo gracias a las calles cortadas? Es que además de ser ministro de un gobierno de izquierdas (todo relativo, el Señor Marlaska no tiene carnet del PSOE) ser gay garantiza que la calle sea de los que más ruido hagan y la ocupen violentamente? O como es gay los taxistas esperaban que los dejaran desfilar durante más de una semana como quien desfila en el día del Orgullo? O que, como es gay es un flojo que no va a tener agallas de mandarles la policia y disolverlos?

     A tanta pregunta no creo que el señor sindicalista tenga respuesta. Yo, por ahora una: se acabó el monopolio señores taxistas. La economía colaborativa (que a mí particularmente no me gusta) ha venido para quedarse. Y como no se le pueden poner puertas al campo, conseguirán ustedes una victória pírrica (que alguien les explique lo de pírrica, por favor) pero de aqui a un año todo seguirá como antes. Y los gays pueden ser ministros del interior y mandar sobre la policía, vaya que sí! Como cualquier otro ser humano con dos dedos de frente, por otra parte...

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