lunes, 27 de febrero de 2012

París bien vale un cementerio

    La semana pasada, los escolares de toda la Europa céntrica y nórdica tuvieron una semana de vacaciones, y a juzgar por las masas humanas que se cruzaron en mi camino el pasado fin de semana, todos los que no estaban esquiando en los Alpes, estaban en París, que era donde me encontraba yo con mi familia. 

    Parece mentira que la gente esté dispuesta a hacer cola durante una hora para subirse a las torres varias de una ciudad o para entrar en cualquier museo ya abarrotado de gente, pero el turista es el animal más convencido del planeta tierra: cuando avista la presa, nada ni nadie (ni siquiera la perspectiva de pasar una hora de su vida en fila india bajo la lluvia) lo distrae de su objetivo. Este último fin de semana París estaba tomada por asalto de miles de escolares de vacaciones a quienes sus crueles padres obligaban a subir tramos de cuatrocientos o seiscientos escalones para contemplar panorámicas varias sin siquiera la posibilidad de una vez arriba de Notre-Dame (por ejemplo) pedirle un autógrafo a Quasimodo, o en su defecto a Esmeralda.
  
   Confieso que soy una de esas madres crueles e inasequibles al desaliento turístico (excepto en el caso de las colas, que me horrorizan) y quizás deba aprovechar este espacio para pedir públicamente perdón a mi familia por las torturas a las que les he sometido, tales como haberles hecho perder el equivalente de dos suelas de zapato a cada uno y quemar mil calorías por las calles de París. Si alguien me hubiera propuesto a los doce años subir dos de los  tres pisos de la torre Eiffel andando  me hubiera desmayado de alegría; a las nuevas generaciones, que ya está muy paseadas, el plan ya no les parece tan excitante.

   Así pues, después de dos días de intenso turismo de metro y acera, y para evitar más y mejores colas, aprovechamos la mañana del domingo para visitar el cementerio de Père Lachaise, que es tan camposanto como lugar de peregrinación a las tumbas de todos los prohombres (y mujeres) allí enterrados; y es en el fondo un museo de historia de Europa: 43 hectáreas de avenidas repletas de árboles y monumentos funerarios de gusto variopinto, pero que encierran entre sus cuatro muros la mayor cantidad de huesos y cenizas de genios de la historia que yo haya visto nunca juntos. Previa compra del plano del lugar para mejor localización de las tumbas, uno puede ir a mostrar su respeto a los grandes de la música (Chopin, Rossini) de la pintura (Modigliani, Delacroix)  o de la literatura: Oscar Wilde, Lafontaine y Molière, estos dos últimos vecinos de parcela. Se puede rendir homenaje al cine (Claude Chabrol, Simone Signoret) a la "Chanson française" (Edith Piaf, Yves Montand) e incluso a la música pop (Jim Morrison).

    Lucía un tímido sol de invierno, y aunque había  grupos de visitas guiadas aquello era un remanso de paz turística en medio de tanta marea humana ávida de monumentos. Me resultaba hasta fácil creer en las leyendas de muertos vivientes y pensar que a la medianoche los espíritus salieran a darse un garbeo, bailaran, jugaran a las cartas o incluso se emborracharan: qué podrían bailar juntos Molière y Simone Signoret? (se ruega abstraerse de la imagen de "Thriller" de Michael Jackson) de qué podrían conversar Rossini y Edith Piaf? Tendrían algo que contarse Chopin y Maria Callas además del relato de sus amores respectivos? Imagino a muchos de ellos pasando una agradable velada hasta la salida del sol, y a Claude Chabrol filmándolo todo con una cámara de 16 mm. 

   Decididamente sí, París valió una misa  hace varios siglos, y el pasado domingo, bien valió un cementerio. Buenas noches.

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