martes, 22 de enero de 2013

La familia? bien, gracias (y 2)

    A la manera del santo castellano, decíamos ayer que la familia es importante no sólo como idea religiosa ni como ese pilar de la sociedad que todos los políticos dicen defender aunque luego la machaquen concienzudamente. Quería yo escribir el pasado jueves una filípica sobre la familia, institución en la que creo por encima de otras muchas, y en éstas que se me echaron a la calle medio millón de franceses para reclamar que la familia siga siendo la creada por la unión de un hombre y una mujer sin variante posible, y me tuve que desviar del discurso original y ponerme a argumentar a favor de las familias vengan de donde vengan sin fijarme en el número de calzoncillos o de sujetadores que suman sus progenitores.

    Yo quería hablar la semana pasada de la familia como lugar y no como partido político. Quería describir a la familia como ese sitio a dónde uno acude en busca de refugio y perdón de las culpas; ese lugar bajo el sol en donde uno se ha criado, crecido y convertido en un adulto más o menos soportable. Quería hablar de esa familia que, cuando la nuestra no está a la altura de las circunstancias, buscamos recrear con los amigos, los colegas del trabajo o los compañeros de viaje. De esa familia que como dice el refrán, sale por la puerta y te la encuentras entrando por la ventana; de la que te obliga a participar en el amigo invisible navideño, te pide el coche prestado, te cuenta cosas que después no puedes contar por ahí y te perdona las deudas de amor e incluso las  de juego.

    Quería yo hablar de esas familias que en España se han convertido en la última barrera de contención contra la marea negra de la pobreza; de esos abuelos que con su pensión mantienen a hijos y nietos; de esos padres que avalaron con las casas propias los delirios de grandeza inmobiliaria de unos hijos que pensaban que era más importante ser propietario que ser persona. Quería yo hablar de las familias que le echan agua a la sopa para sentar a todos a la mesa, de las que ya no reciben ni una miserable ayuda para que sus hijos coman caliente en el colegio y que dentro de poco tendrán que elegir si dejan al niño con los dientes llenos de caries o le compran los libros de texto. Quería yo hablar de todas ellas, las familias, que con su red de salvamento evitan que cada día haya un motín por las calles españolas, que es lo que tendría que haber vistas las apreturas de cinturón sin descanso a las que se somete a la población.

   Esas familias españolas que, vistas por un advenedizo, asustan; que hacen convivir bajo el mismo techo  a padres, hijos, abuelos, tías solteras, cuñados insolventes y como diría Gila, un señor bajito y vestido de negro que un día vino a comer y se quedó para siempre. Esas familias que, en España, donde tantas cosas hemos hecho mal en los últimos tiempos, pueden estar compuestas por dos padres o dos madres (amén del abuelo y la tía soltera) y que con esas composiciones tienen derecho a cobrar las prestaciones sociales mientras éstas existan. No es poca cosa: parece que en los tiempos de bonanza alguna cosa hicimos medianamente bien.

    La Iglesia, con su defensa parcial de la familia y los manifestantes parisinos que le hacen eco, me apartaron hace días  de mis primeras intenciones discurseras, pero esas familias existen, y no son todas, ni mucho menos, como las describen los obispos protestones (que no protestantes). Como alguien dijo, todas las familias felices se parecen, y las infelices lo son cada una a su manera. Si a la Iglesia le falla la familia como sólo ella quiere entenderla no es ningún drama, pero como al gobierno de Don Tancredo (véase mi entrada del 31 de mayo del 2012) le falle la familia, ya no se a qué clavo ardiendo va a agarrarse...

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