miércoles, 26 de marzo de 2014

El viaje a ninguna parte

    Adolfo Suarez salió un día de Cebreros, provincia de Avila; pasó por Salamanca para sacarse un título (Quod natura non dat, salmantica non praestat) gobernó en Segovia tras alistarse al Movimiento (sino, no hubiera gobernado nada) y acabó en Madrid presidiendo un gobierno. Se metió en un arca de Noé con 35 millones de inocentes ávidos de libertad, que poco más pedían que poder elegir libremente a los que les representaban en las alturas. El arca llegó a buen puerto porque el capitán era un astuto navegante; lástima, que la nave llevaba a bordo un  nido de avispas que él llamaba su partido, aunque todos sabíamos que no lo era, y que en ese avispero, los zánganos se comieron a las obreras y para terminar, a la abeja reina. 

    Adolfo dejó su barca varada en Madrid. El largo viaje, y algunos sinsabores familiares lo dejaron sonado y desde su casa, dejando que pasara el tiempo que no siempre todo lo cura, emprendió un nuevo viaje, esta vez a ninguna parte, como tantos y tantos hombres y mujeres de su quinta que fueron brillantes oradores, excelentes profesionales de lo suyo, mejores padres de familia y algunos, hasta personajes imprescindibles de nuestras vidas y sin embargo, no lo recuerdan. Yo, que vivo de mi memoria, que la he cultivado y ejercitado más que ningún otro músculo de mi cuerpo y que tantas satisfacciones me da, no quiero ni pensar que un día empiece a fallarme; casi que preferiría que se me cayera el pelo. 

    El Alzheimer, y todas sus primas hermanas llamadas demencias son el signo de nuestros tiempos. Vivimos tantos años más que lo que pudieron vivir nuestros abuelos, que quizás nuestras memorias no estén capacitadas para resistir todos esos años de propina. Mis coetáneos y yo misma vivimos rodeados de personas mayores que no reconocen la casa donde viven, los hijos que tuvieron, la ropa que llevan o el sillón donde se sientan. Han perdido la orientación y la palabra, mezclan los olores y los sabores, niegan todo lo que les ocurre y apartan de sí mismos la persona que han sido hasta entonces.  Todos estos viajeros a ninguna parte recorren penosamente los últimos tramos de sus vidas sin que los que les acompañan sepan realmente si el viaje es penoso, si el sufrimiento es grande o pequeño, o si de verdad existe ese sufrimiento en esa tercera dimensión en la que habitan. La ciencia tampoco lo sabe: aún quedan rincones ocultos de la vida humana que se nos resisten.

    Adolfo se paseó durante once años de su vida por una de esas galaxias remotas; años en los que quizás, si la memoria no le hubiera fallado, hubiera escrito un jugoso libro con sus recuerdos de un tiempo de nuestra historia donde todos nos sentimos especialmente vivos. No quiso hacerlo cuando se retiró, con sus frescos 49 años (que son los que yo tengo ahora) y después el tiempo se le echó encima. No diré nombres, pero de los que le han sucedido, dos de ellos se han apresurado a escribir sus memorias de gobierno habiendo hecho mucho menos y metido la pata mucho más. Adolfo se quedó sin memoria como antes se había quedado sin amigos, viajó a ninguna parte durante once años como antes había viajado peligrosamente hacia la democracia durante otros cinco. Si quieren entender al personaje, léanse las memorias de Carrillo, que además fue su amigo cuando lo fácil hubiera sido lo contrario. Y si quieren entender por qué tuvo enemigos, léanse un excelente libro publicado además, por un buen amigo mío, Jonathan  Hopkin: "El partido de la transición. Ascenso y caída de la UCD" (Madrid 2000). Se ve que los españoles siempre necesitamos que un inglés nos explique nuestra historia.

    Y para terminar, si quieren reirse, o llorar (valen las dos cosas) les dejo este vídeo filmado en Granada a la hora del botellón, me lo ha pasado mi vecina esta mañana. Para que vean que la memoria hay que cultivarla, quererla y propagarla; la propia y la ajena. Buenas noches


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