lunes, 11 de abril de 2016

La soledad sonora.

    No hace falta que El País de este domingo me lo haya descrito con detalle, y tampoco creo ser la única que piensa que en esta era de la comunicación, las redes sociales, los teléfonos que sirven hasta para hacer el café y la obsesión por ser actores de una aldea global donde todo el mundo está conectado a algo,  que es en esta era donde los seres humanos se sienten cada vez más solos.

    La comunicación a cualquier precio también nos hace pasar ciertos sufrimientos. Yo,  sin ir más lejos,  ya no sé cual es la mejor manera de dejar un recado a las personas desde que mis hijos me contaron que dejar mensajes en los buzones de voz de los móviles no sirve para nada porque nadie los escucha. Y peor aún, desde que una de mis bisoñas compañeras de trabajo apuntó que no sólo era inútil sino además, de mal gusto. Cuando mando un mensaje de texto, el receptor me dice que sólo mira los Whatsapp; y cuando mando un Whatsapp, y no recibo confirmación instantánea con las dos rayitas azules, me pongo nerviosa y resulta que el destinatario, o no tiene Whatsapp o no lo mira; sistema éste, el del Whatsapp, que resulta que es muy popular en España pero no tanto en otros países...Un lío, vaya. Por no hablar de llamar a los teléfonos fijos que la mitad de la población ya no tiene y la otra mitad, como también me dijo hace poco un conocido: "cuando suena me asusto". En la era de las comunicaciones fáciles, algunos no vemos más que dificultades para comunicar, precisamente.

    Los periódicos se las ven y desean para llegar a fin de mes porque la gente ya no los compra y prefiere leer las noticias (generalmente resumidas) que te propone la versión digital. Con ello,  contamos ahora con la generación de adolescentes y estudiantes universitarios peor informada de la historia a la par que hiperconectada, cuando esta hiperconexión, precisamente, debería convertirlos en gentes al cabo de todo lo que se cuece en la aldea en la que se ha convertido el globo terráqueo. Un auténtico despropósito. Los chavales hablan más a través de sus redes sociales que de viva voz, e interactúan más con sus juegos en red que si les dejaras pasar toda una tarde en compañía de sus amigos en cualquier callejón de barrio. Sé que muchos me llamarán troglodita, pero casi casi, que ir a mangar un lápiz al Corte Inglés, compartir una litrona de cerveza (cuando es sólo una) o fumarse un primer pitillo  en grupo y a escondidas parecen, con la perspectiva de este siglo de seres enajenados digitalmente,  hasta obras de misericordia y dignas de encomio. 
 
    En todo ésto pensaba yo el sábado mientras mis orejas se deleitaban en un  teatro parisino con el verso bien declamado y mejor actuado de los actores de la Comédie Française. Qué relación? Probablemente ninguna; pero entre el público, muy variado por cierto, me llamaron  la atención varios grupos de abuelos con nietos de corta edad, 12-14 años. Vaya! de corta edad para soportar las dos horas y media sin entreacto que dura la representación de "Tartuffe ", el clásico de Molière. Se ve que entre estos franceses a quienes tanto criticamos porque no se enteran que el resto del mundo habla inglés, hay una facción de irreductibles que sigue amando su lengua, y los textos sagrados de la misma,  y contribuyendo a expandir este amor entre sus nietos. Cuando la representación terminó, muchos de ellos abandonaban el teatro prometiendo meriendas y delicias varias donde estos grupúsculos familiares se dedicarían, probablemente,  a seguir hablando de lo que habían visto y oído en las dos horas anteriores. Además de una tierna escena, y del significado que tiene la defensa del patrimonio cultural para esta gente, hay que reconocer que el simple hecho de llevar a los niños al teatro y después a merendar, los desengancha durante un par de horas de lo que todos sabemos y además, hasta da pie a generar conversaciones. Los abuelos galos me hicieron arrepentirme de no haber llevado a mis hijos a ver la obra, la verdad. 
 
    La soledad es muy mala y la hiperconexión conecta los cuerpos y quizás algunas mentes, pero de lo que estoy segura es que desconecta las almas. Y el alma se muere de soledad,  sin contar la cantidad de amigos de Facebook ni los Whatsapp recibidos a lo largo del día.  Hablen, amigos míos, hablen con sus semejantes y, si es posible, sin aparatos por medio.

   

   

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