miércoles, 6 de abril de 2016

Sin don de lenguas

    Mi padre, para ciertas cosas un clarividente, insistió mucho en que las tres marías que éramos sus hijas supiéramos conducir, escribir a máquina y un par de idiomas aparte de nuestra lengua materna. Lo consideraba básico para andar por el mundo; y  si hubiera muerto un par de años más tarde, seguramente hubiera reemplazado la mecanografía por el manejo de un ordenador; francamente,  creo que sí, que era un visionario. Tanto, que a los sesenta años se regaló a sí mismo un ordenador, de aquellos que tardaban media hora en arrancar porque no tenían disco duro; aprendió a usarlo y al borde de los 64, cuando la muerte le hizo una visita inesperada, estaba pensando en cambiar aquella antigualla "por uno de esos de la marca de la manzana, que me han dicho que van muy bien". 

   A lo que el hombre no llegó, por mucha voluntad que le echaba a casi todo lo que emprendía,  era a hablar idiomas; un poco por imposibilidad propia pues tenía una oreja enfrente de la otra; otro poco por imposibilidad generacional, esa que tenían casi todos sus coetáneos a quienes no se les enseñaron las ventajas de saber idiomas, no fuera a ser que de paso quisieran ver mundo. La dictadura puso de su parte: cuantos menos idiomas conociera la población, menos ganas tendrían de saber qué se cocía ms allá de los Pirineos. 

    De aquel alingúismo de los españoles de la posguerra hemos pasado a la obsesión actual de los padres de familia con que los niños hablen inglés (y sólo inglés)  como los ingleses. Desde hace dos o tres años, escucho en la playa conversaciones extrañas donde unos padres treinteañeros hablan en un inglés de Torrelodones a unos hijos que maldito caso les hacen. Y hace unos días, comprando en el Carrefour de mi ciudad natal, contemplé a una madre comprando con una lista hecha en inglés, mal pronunciada por la madre y que la criatura (no más de cinco años)  corregía y traducía simultáneamente. Me pareció un ejercicio tan agotador como estéril.

    Pues bien, a pesar de todos esos esfuerzos paternos, del negocio que tienen montado las academias de idiomas, los colegios falsamente bilingües y ahora por sir fuéramos pocos, también los públicos, donde una esforzada Miss Pepa, nacida en Navalcarnero tiene que impartir "science" (que no ciencias naturales) en la lengua de Shakespeare que ella misma no habla corrientemente; a pesar de todo ello, digo, los españoles no hablamos idiomas. Y no sólo no los hablamos, sino que además los destrozamos, algo de lo que me he dado cuenta a fuerza de oir la radio y ver los informativos de televisión. Les doy unos pocos ejemplos. Llega Obama a Cuba y el locutor del telediario de las nueve insiste en que el presidente baja del "iphone 1", mezclando el avión presidencial con un teléfono móvil. En los desgraciados atentados de Bruselas, la bomba del metro había explotado en la estación de "Molbek" (mi adorada Ana Blanco dixit...quoque tu!) mezclando el barrio original de los terroristas (Molenbeek) con la estación de metro "Maelbeek" que tampoco me parece tan difícil de pronunciar. Y en la radio un día después oigo que van a cerrar "el espacio Jenjen" (supongo Schengen, que hasta mi madre sabe pronunciarlo). Se supone que los periodistas lo son porque tienen cierta curiosidad natural, y que para desarrollarla tienen que conocer alguna que otra lengua aparte de la suya...

   En los cines donde ponen las películas en versión original apenas hay colas; las series de televisión siempre están dobladas, como los dibujos animados; y además somos personas preocupadas por el qué dirán y con un alto sentido del ridículo, algo que es muy conveniente olvidar para aprender idiomas. Nuestros gobernantes, a la excepción del Rey, apenas pueden cruzar dos frases con sus colegas de medio mundo, y los de a pie escuchamos poco y nos hablamos a gritos, que tampoco ayuda y por supuesto, nos parece que son los demás los que deben de hacer el esfuerzo de hablarnos en nuestra lengua. Así es, a los españoles no nos dieron el don de las lenguas en el momento de la creación y no hacemos caso de quienes nos dicen qué hay que hacer para remediarlo.
 
    Mandar a nuestros hijos a esos extraños colegios donde hablan un inglés que da pena oirlo no va a cambiar las cosas; obligarles a abrir bien las orejas y con ello, su mente al mundo puede que sea bastante más útil. Mi padre, el visionario, así lo hizo conmigo (que por otra parte era muy torpe para todo lo demás) y a día de hoy hablo cinco idiomas y no me ha ido demasiado mal en la vida. Gracias padre, no pasaste nunca del "my taylor is rich", pero qué bien supiste intuir lo que venía después!

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