domingo, 8 de enero de 2017

Carolo (La chica de ayer, 5)

    Esta es la historia resumida de un tipo peculiar, de verbo fácil y pelo desordenado, sonrisa desdentada y aspecto desaliñado rayano muchas veces en lo maloliente. Un tipo que, al mismo tiempo, era locuaz, incluso brillante, todo un arquetipo del género humano que frecuentaba las aulas de las facultades de letras en los años convulsos de la Transición. Tenía igual facilidad para el habla que para el derrapaje intelectual,  y  era capaz de cautivar y hacerse vitorear por una masa estudiantil asamblearia que apenas se le acercaba en otras ocasiones más que para ofrecerle tabaco. Pedía autonomía universitaria, libertad de cátedra, de expresión, de consumo de estupefacientes o de lo que fuera con tal de que contuviera la palabra "libertad" en ello. Tanta libertad como se pedía por doquier en aquellos años, tanta libertad que  tantos años después nadie supo apreciar lo que costó conseguirla.

    Se hacía llamar Carolo (presumiblemente Carlos) y era vasco y enemigo del jabón. Poco más se sabía de él, aparte de su apellido,  y eso porque salía en las listas. No vivía con nadie, no hablaba de su familia (si es que la tenía) no tenía amigos cercanos y se especulaba con la posibilidad incluso de que fuera un indigente sin domicilio que por algún extraño motivo asistía a unas clases de historia en la Universidad. Lo único que nadie discutía era su terrible dilaléctica y su facilidad de palabra; y que si bien no había visto en los últimos diez años a un peluquero ni a un dentista, era indudable que había leído mucho. Iba siempre a clase pero jamás tomaba apuntes, se examinaba cuando quería y de lo que quería, y sólo  si esa mañana se acordaba de levantarse. Aprobaba las asignaturas por paquetes que sólo él decidía cuando y cómo estaba dispuesto a estudiar.

   Y fumaba Celtas cortos de gorra, y porros, muchos, que para sorpresa de todos no parecían menguar su capacidad intelectual ni su verbo brillante. Este era un particular que sorprendía a todos, y no menos a la Chica de Ayer, tan ordenada ella, tan meticulosa con sus apuntes, tan disciplinada con sus empeños y tan convencida siempre de que todo se conseguía con cierta dosis de fuerza de voluntad. Carolo era para ella un ser de otra galaxia; un eslabón perdido sin orígenes, sin familia, sin amigos y con unas neuronas hiperactivas a las que la marihuana no parecía afectar. Casi casi un superhombre si no fuera por su aspecto y por cierta vena de locura que ya despuntaba en él.

    Los años pasaron y los cursos se sucedieron sin que Carolo cambiara ni una sola de las trazas de su carácter, sin disminuir ni uno sólo de los muchos porros que se fumaba al día. La pregunta ya no era tanto cómo lo hacía sino quién se lo financiaba, visto que daba la impresión de andar solo por el mundo y no atracaba farmacias. Una tarde de otoño, desde la ventana de la biblioteca, la Chica de Ayer,  distraída, contempló  a un heroinómano en plena inyecciòn en la esquina de una iglesia cercana. Miraba sin querer mirar, porque siempre le horrorizaron las agujas y la sangre. Cuando el yonqui terminó la operación, levantó su rostro buscando el sol de media tarde: era Carolo. Una cosa era asumir que la heroína se llevaba por delante a muchos jóvenes en aquellos enloquecidos años 80, otra cosa muy distinta era ver a tu compañero de pupitre inyectándosela.

    Terminada la Universidad, y poco más  de dos años después, la Chica de Ayer, entonces becaria de una institución académica de relumbre,  paseaba por esa misma ciudad cuando un pobre colgado le pidió unas monedas a la puerta de un bar. Le dió incluso un par de billetes, el equivalente a unas cuatrocientas pesetas de las de entonces; ella, que tenía por principio no dar nada  a los mendigos, y menos aún si eran jóvenes, porque el producto de la mendicidad iba rápidamente destinado a comprar alguna porquería que fumar o inyectarse. Pero aquel no era un mendigo cualquiera, imposible no reconocerlo: igual de desaliñado y maloliente, algo más calvo y desdentado, las mismas frases lapidarias y las mismas citas de Marx salpicando el "dame algo" habitual de los pedigüeños. Era Carolo, y por supuesto, no la reconoció. La droga había conseguido doblegar un cerebro indómito como nada ni nadie lo había conseguido hasta entonces.

   Desde ese día, la Chica de Ayer se ha prometido no hacerse adicta a nada que no sea a la vida, al amor o a la amistad, la música, el cine o los libros. Dicho así suena cursi, qué le vamos a hacer. Hasta que la heroína se pasó de moda, dejo muchas avenidas repletas de cadáveres, o de muertos en vida, que tanto da.

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