domingo, 15 de enero de 2017

Herederos y herencias

    Todos somos herederos de algo o de alguien, y con  las mismas,  dejamos herencias que nos perduran. Es más, las herencias,  en según qué frases y afirmaciones se convierten hasta en manifiestos igualitarios; mi abuela, en su concepción católico-centrista de la vida, repetía sin cesar "todos somos hijos de Dios y herederos de su gloria", toma frase!

    A mi edad, se comienza a ser heredero más a menudo de lo que uno desea. Heredero de cosas, de títulos, de propiedades grandes o pequeñas (o cuarto y mitad de las mismas) y a lo peor hasta de las deudas del finado; porque el color de ojos, los gestos, las alergias y demás enfermedades, el buen o mal carácter, los tics y las manías ya llevamos unos cuantos años cargando con ellas. Hasta los que no hemos recurrido a la genética para perdurar en la faz de la tierra ya hemos dejado a nuestros hijos una buena carga de herencia, tanto material como de las otras.  Y la herencia es  muchas veces una pesada carga, y también un útil chivo expiatorio sobre quien arrojar culpas, autojustificaciones y decisiones erróneas. Cuando la herencia es material no sabemos donde colocarla; o quizás sí, si es que sentimos el peso de ser los custodios de la cómoda rococó de la bisabuela Pepita, que cuando la compró, probablemente lo último en lo que pensó fue en unos improbables bisnietos que harían lo que fuera para conservarla.  Me pregunto si el advenimiento de Ikea en el siglo XX llenará las casas de las generaciones venideras de estanterías Billy de las cuales nadie sabrá como deshacerse...

    De las herencias inmateriales me hubiera gustado que me tocara la belleza y glamour de ciertas antepasadas y no tanto la adustez castellana de muchos de ellos (aquí sin diferencia de género); creo que heredé el sentido práctico de uno de mis abuelos pero no la sangre de horchata del otro, que me hubiera venido muy bien, la verdad. He heredado un pelo que blanquea sin remedio desde hace veinte años y un eczema pertinaz; y por la parte material ya voy custodiando ciertos artilugios entre los que se encuentra, para que vean, una lavadora y la placa anunciadora de un antiguo teatro. Y desde ayer soy heredera de un lote de películas de Douglas Sirk, un grande entre los grandes del cine cuando éste era grande. No les dice nada? búsquenlo en Google, no voy a hacer yo todo el trabajo, caramba! Me las deja en prenda mi querido Alberto, que se va muy lejos, a un lugar donde las casas y el precio por metro cuadrado no permiten almacenar toda la época dorada de Hollywood en los armarios.

    De lo que estoy segura con esta herencia es de dos cosas: la primera, que en este trozo horrible de invierno que me queda por delante, voy a pasar muchas horas viendo "Imitación a la vida", "Obsesión", "Escrito sobre el viento" o "Sólo el cielo lo sabe";  y con un poco de suerte alguno de mis familiares me acompañará en ello y hasta crearé afición (espero). Lo segundo, que la marcha de Alberto allende los mares, donde el Atlántico termina y comienza el reino de Trump I, siendo como es una pena en el alma (porque no es broma lo que dice la maldita canción de que "algo se muere en el alma...) deja en mi poder  lo mejor de las muchas horas de charla cinematográfica que en estos años compartimos. "Imitación a la vida" es un gran melodrama, quizás el más grande de la historia del cine. Y decir adios a un amigo, y a la vez alegrarse  porque él se va  feliz y contento, es otro melodrama, éste último no cinematográfico,  precisamente. Aquí les dejo un aperitivo de la historia de la dulce Annie y la malvada Sarah Jane...A ver si les entran ganas de verla.



 

No hay comentarios:

Publicar un comentario