jueves, 18 de mayo de 2017

Sobral y Nadal

    Ya ha pasado casi una semana así que  puedo hablar sin apasionamiento del asunto Eurovisión. Soy parte desinteresadísima en el asunto, porque este festival no me merece ni diez minutos de interés y no lo veo nunca. Tampoco esta vez,  que me ha pillado fuera de mi casa y me enteré del resultado después de pasar una noche toledana gracias a la mitad de los solteros y solteras de España que se dedicaron a cantar "Despacito" (otra pesadilla) bajo  mi balcón; pero de eso ya les he hablado en la entrada anterior.  Por pura curiosidad, busqué en Youtube los vídeos de la actuación del ganador y del pelele que nos representó, al menos para tener algo que decir el lunes al volver al trabajo y poder meter baza en las conversaciones. 

    Lo que ha ocurrido esta vez es una clara muestra de lo que tantas veces cuento en mis entradas dedicadas a Portugal (véanse "O pais irmâo" de agosto del 2012 y "Alma de Fado" de abril del 2016): en esas ocasiones en las que nosotros demostramos ser un pueblo un tanto cateto, poco cosmopolita y culturalmente colonizable, los portugueses demuestran buen gusto, delicadeza a raudales y amor por su propia lengua y su tradición musical. Sin entrar a valorar la canción (bonita y chorreante de tristeza) ni al cantante Salvador Sobral (igualmente triste y desaliñado)  lo que más me ha gustado de ella es precisamente eso: que sea tan portuguesa, tan triste y tan de Fado y que haya cantado en portugués, por supuesto. 

    Frente a eso, nosotros, los últimos clasificados (olé) presentamos a un rubio de bote;  Youtuber más que cantante, con una canción de mensaje idiota e idiotamente cantada en inglés. Lo de que al chaval se le escapara un gallo fue lo de menos, también se le ha escapado alguno a Pavarotti y en escenarios más exigentes. Lo que daba grima ver era lo falso del conjunto: la melena al viento del cantante, la camisa de flores, la escenorafía surfera...Concordarán ustedes conmigo, todo de una españolidad apabullante...  Y aún mejor, las primeras declaraciones de la criatura,  que dijo aquella misma noche: "estoy muy orgulloso de mi actuación". Este chico, desde luego era de esos que llegaban a casa con cuatro o cinco cates y sus padres le daban una palmadita en la espalda. Porque así es esta generación que hemos criado en la España de la opulencia, la que nunca se equivoca, la de los políticos que nunca pierden las elecciones, los corruptos que nunca robaron y en la que nos empeñamos constantemente en decirle a todo el mundo lo maravilloso y guapo que es por mor de las redes sociales. 

    Ese mismo fin de semana Rafael Nadal ganó el Máster de tenis de Madrid. Tampoco sigo el tenis, que me parece un deporte bastante aburrido, pero sí sigo a Nadal, a quien admiro por su perseverancia y por ser un español casi casi de otra época: modesto, bien educado, sencillo y tenaz. Este fin de semana ganó, pero cuando gana su declaración a los medios y su comportamiento con su público y sus rivales no es muy diferente de cuando pierde. Y cuando pierde y admite que ha sido por jugar mal (compárese con Fernando Alonso y su letanía sobre los coches averiados que ya va para diez años) promete hacer lo posible para mejorar en el siguiente torneo, como si le debiera la vida a sus seguidores.  Nadal ha crecido custodiado por su tío y entrenador, que le ha hecho cargar con los bártulos y repetido hasta el aburrimiento que ser una figura del tenis no hacía de él una persona importante, y está claro que el muchacho, hoy día un hombre de ley, se lo ha creído. 

    Gracias a mi amiga Adela, que me lo ha enviado vía Facebook, he vuelto a leer un articulo aparecido en el Mundo hace un año, el 8 de mayo del 2016,  escrito probablemente después de alguna de sus derrotas y no puedo estar más de acuerdo con David Jiménez, que es el periodista que lo firma: hay que "Nadalizar " España y  (añado yo) copiar de paso a los vecinos portugueses en su amor por su lengua y su modestia no fingida. Otro gallo (y no el de Manel Navarro) nos cantaría!

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