domingo, 9 de julio de 2017

De repente, un verano

    De repente, en un verano me he hecho vieja, o por lo menos, he avanzado un paso,  más allá del estado de señora madura en el que me encuentro. El viernes por la mañana me  levanté con el alba, me puse mi bolso y unos tacones y salí a la calle, no buscando amor como decía José Luis Perales sino buscando un diploma, camino del colegio de mi hijo, que se graduaba. Me he hecho vieja porque no dejaba de pensar en esos niños, algunos de ellos compañeros desde la guardería, a quienes he visto llevar pañales, pegarse en los patios, suspender, aprobar, ligotear en otras fiestas, cogerse sus primeras cogorzas, y ahora, por fin echarse al mundo de los adultos con un título en la mano que la única puerta que les va a abrir por ahora es esa, la de hacerse mayores. De repente, los niños se pusieron corbata, les dieron un papel con una nota y, me consta, que muchos de sus padres cumplimos dos años de golpe en vez de uno.

   Ya me he hecho vieja en otros ratos y otras ocasiones: cuando discuto con mis hijos sobre su afición al Rap y su poca afición a la lectura, por ejemplo. Cuando intento hacer una compra por Internet, el invento se atasca y me da un ataque de furia que descargo sobre el ratón del ordenador; cuando no entiendo los chistes que circulan por Facebook o sigo empeñada en pelearme contra todo lo que signifique racismo, intolerancia o xenofobia. Me siento vieja igualmente cuando defiendo la idea de Europa en la que vivo y en la que desempeño mi trabajo, cuando echo de menos los discursos de Jacques Delors, Emma Bonino, Simone Veil o hasta los del primer Felipe González.

    También me siento vieja cuando compruebo que cada vez es más difícil correr diez kilómetros en una hora, alargar las visitas al peluquero para teñirme más allá de un mes o poder beberme dos Gin-Tonics seguidos sin perder la  compostura. Me siento vieja cuando tengo que tomar pastillas por la mañana y procurar que no se me olviden. Me siento vieja cuando me compro pantalones rosas y anaranjados para ir sustituyendo todos los grises, negros y beiges que poblaban mi armario en aquel tiempo en el que no me sentía vieja. Y esta mañana, concretamente, me he sentido vieja cuando he tenido que perderla con los trámites varios derivados de que unos chorizos se hayan cargado la puerta de mi garaje intentando robarme un coche que no vale nada: he blasfemado y hablado de la delincuencia, como sólo una señora mayor y cascarrabias podría hacerlo. Y lo peor es que no me arrepiento mucho...

   Pero de vez en cuando (muy de vez en cuando) también me siento joven. Cuando voy a un concierto de música clásica y miro a mi alrededor la edad de quienes ocupan los asientos, todos cercanos a la octava decena; cuando me trago series de Netflix, capítulo tras capítulo, como sólo mis hijos saben hacerlo; cuando escucho los discursos de ciertos diputados españoles en el congreso, tanto del PP como de Podemos, que hablan como viejos y creen que van a un lugar de donde algunos, sin perder la juventud ni la frescura de ideas, ya volvemos. Me siento joven cuando estoy de vacaciones y soy capaz de caminar veinte kilómetros en un día mientras mis adolescentes se arrastran por las esquinas; cuando vuelvo a encontrarme con muchos amigos desperdigados por el ancho mundo, a quienes veo de Pascuas a Ramos pero con quienes el tiempo pasa contabilizado en décimas de segundo.

    De repente un verano, este verano que no me está saliendo como a mi me gustan los veranos, me he sentido no mayor, sino vieja con todas las letras, que ya es fastidio!

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