lunes, 11 de marzo de 2019

Se me apareció Raphael

    San Pablo se cayó del caballo y a los pastorcillos de Fátima la Virgen les revelo secretos trascendentes para la historia de la humanidad. A mi no se me aparece la Virgen ni a tiros (para eso hay que creer, me temo) pero se me aparecen otro espíritus, e incluso seres de carne y hueso que han resultado también trascendentes en mi existencia. Ayer sin ir más lejos se me apareció Raphael en concierto, así como suena; y no en cualquier plaza de toros de pueblo, sino en el Olympia de Paris, así que he decidido darle cierta importancia a sus revelaciones. Antes de contárselas  quizás merezca la pena hacer un poco de historia. 

    Hace un par de veranos, compré un stock de películas de Alex De la Iglesia en un  videoclub que liquidaba existencias. Entre ellas, « Mi gran Noche », que no es una obra maestra pero si una película muy divertida hecha a mayor gloria de Raphael que tiene el papel principal (su personaje se llama Alphonso!) y hace una espléndida caricatura de sí mismo. En ella, muestra ciertas dotes de actor y hace lo que menos le cuesta en realidad: recrear su personaje y sus excentricidades pero eso si, con una enorme capacidad de reírse de si mismo, cualidad que yo valoro enormemente. Mi marido, el sesudo hispanista, descubrió de paso un buen puñado de  viejas canciones que nos sirvieron el resto del verano para sacar de la cama a nuestros herederos,  a golpe de altavoz portátil, cuando se acercaba la hora de la comida y aún no habían amanecido. Excuso decirles que mis hijos decretaron que « digan lo que digan », « yo soy aquel »  y compañeras mártires debían figurar en el hilo musical de Guantánamo, como poco. 

    De aquellos polvos, estes lodos. Raphael actuó ayer en el mítico Olympia de París y allá que nos fuimos, porque cualquier excusa es buena para ir a París; porque nunca habíamos estado en el Olympia y no podemos resucitar a Yves Montand, ni a Jacques Brel y porque, para qué ocultarlo, teníamos verdadera curiosidad musical y antropológica por el fenómeno. Sala llena a rebosar, principalmente por  enormes bandas de señoras maduras (bastante más maduras que yo)  entusiastas y aplaudidoras desde el minuto uno y muchos hombres jóvenes en pareja (si digo de entrada parejas de homosexuales se me echarán los perros encima) que mostraban no menos entusiasmo. Raphael como siempre, vestido de negro y con sus coreografías propias y habituales y un puñado de excelentes músicos algunos de los cuales podrían ser sus nietos. Tuve que superar un primer momento en el cual en vez de verle a él sobre la escena veía a los de Martes y Trece imitándole, pero a partir de ahí, el resto de las más de dos horas de concierto fueron revelaciones. 

    La primera, que me gustan los cantantes que siguen cantando las canciones de siempre, aunque alguna que otra la escacharren. Porque las canciones y no el rap, ni el rock sinfónico y menos aún el terrible Reguetón son la banda sonora de mi infancia y adolescencia. Prefiero oír a Raphael masacrando « Something » de los Beatles, que no volver a oír « Something » nunca más, no sé si me explico. Segunda, que « siempre nos quedará París » es no solo la frase fetiche de una de mis películas favoritas (« Casablanca » para los no iniciados) sino además una verdad como un templo: en este caso y retomando frases históricas, París bien vale un concierto de Raphael, y si me apuran ustedes, lo contrario también. Tercera y trascendental revelación: soy una señora tirando a mayor. El hecho de ser capaz de oír y ver a Raphael durante dos horas, olvidándome del « tamborilero » de los conciertos que daba ante Carmen Collares, de las muchas veces que las radios ponían « yo soy aquel » en vez de ponerme a Bob Dylan con lo que me gustaba; el haberme olvidado de todo eso, insisto, me convierte por desmemoriada en una señora algo más que madura. Les confieso que no me levanté a vitorear en cada una de las canciones como hacían muchas de las que nos rodeaban, pero sí, disfruté muchísimo, me vinieron a la memoria muchos recuerdos y le vi a él, el Ninot de piel falsamente tersa en el que se ha convertido, con cariño, admiración y hasta sana envidia visto lo que estaba disfrutando. La próxima vez que me digan « Señora » en una tienda prometo darme por aludida. 















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