sábado, 16 de marzo de 2019

No sin mi patinete

    Yo tuve un patinete, como casi todos los que ahora tienen m edad. Era feo, de plástico de varios colores y rodaba con dificultad. Mi mayor aspiración cuando era dueña de un patinete era ser dueña de una bicicleta. Para conseguirla, tuve que ponerme el vestido de comunión de mi prima Carmen y, claro está, hacer la comunión con él; pero en la catequesis previa ya me habían contado lo de aquel que vendió su primogenitura por un plato de lentejas, así que ponerme un traje que no me gustaba me pareció poca cosa para conseguir la bicicleta BH blanca (modelo plegable) con la que llevaba varios años soñando.

    Una vez adquirido el statuts de ciclista, y tras una breve regresión al monopatín (al que abandoné tras varias costaladas)  mi vida de ciclista tardoadolescente veía como siguiente paso natural el tener un ciclomotor; Vespinos, que se llamaban. Mis padres, como miembros de honor que eran de la Cofradía del No, se opusieron tajantemente a pesar de que mi padre se paseaba por la ciudad en una Vespa del año de Bienvenido Mister Marshall, así que tuve que cultivar mi paciencia hasta cumplir 18 años y poder sacarme el carnet de conducir. Tales  eran mis ansias,  que me examinaba simultáneamente del carnet y de la Selectividad, y una vez aprobadas ambas cosas, me di cuenta que una cosa era tener el ansiado permiso de conducir y otra muy distinta, ponerle las manos encima al coche de tu padre, salvo cuando a él le venía bien que le hicieras un recado. 

    Años pasaron sin que mi estatuto de persona móvil cambiara. Como tantas otras personas, con mi primer sueldo serio (esto es, un sueldo que se llamaba sueldo y no beca) me compré un cochecito utilitario sin aire acondicionado con el que recorrí media Europa. A éste le sucedieron otros coches mejores y algún que otro embrollo relacionado con el código de circulación; la madurez y su inmensa sabiduría me hicieron ver que si hay un auténtico lujo en este mundo no es llevar sino que te lleven, y la suerte que tengo de vivir en sitios que te permitan ir a todas partes con tus propios pies; que te dan más libertad que cualquier cosa sobre ruedas. 

    Pensaba yo, que estos pasos en la búsqueda de la movilidad eran los lógicos, y que la gente urbana y que gusta de vivir en el centro de las ciudades como yo, teníamos claro que nuestras piernas y un empujoncito de vez en cuando de los transportes públicos eran más que suficientes; y que una vez que los herederos se han independizado locomotivamente, el coche se queda para ir al Ikea y hacer alguna excursión breve, o para visitar a todos aquellos que emigraron a las periferias sin que el mercado inmobiliario los expulsara. Los expulsados a la periferia por el mercado inmobiliario, pobres, no tienen tiempo para visitas, trabajan a todas horas. Pensaba yo así cuando de un día para otro las calles se llenaron de patinetes, tan feos como el que yo tenía pero mucho más veloces, incluso demasiado. Son,  además, patinetes tramposos, pues no necesitan tracción de pie, andan solos y practican el slalom entre peatones con evidente riesgo para estos últimos. El que los conduce,  que a veces tiene sus años (y pocos reflejos) no gasta ni media caloría cuando se desplaza de un lado a otro sobre ellos y para colmo, se abandonan en cualquier lugar poniendo en peligro la integridad de invidentes y minusválidos y afeando las aceras, que por si no tuvieran bastante con las basuras, bolsas de plástico, excrementos caninos y chicles pegados, ahora tienen como elemento ornamental unos patinetes hábilmente olvidados aquí y allá hasta que un alma caritativa abonada al invento se lo lleva a otra parte. 

    Definitivamente, los humanos del primer mundo somos la pera (los del tercero ya quisieran ellos un par de buenos zapatos a falta de patinetes)...Por no decir otra cosa más gorda,  e incluso más vulgar! Y a los del patinete les auguro muchos años por delante de obesidad y colesterol del malo.















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