domingo, 7 de abril de 2019

Artem conversationem

    En la casa de Bernarda Alba donde crecí, las bernardas que me rodeaban insistieron una y mil veces en mi falta de arte; tanto que me lo acabé creyendo. Ciertamente fui y soy un desastre con los pinceles, brochas, agujas de punto o de coser, e incluso con cualquier cosa que haya que manipular manualmente con delicadeza, porque rastrillos, azadas, martillos y llaves de tuercas no se me daban tan mal. Cierto también que siempre me ha fallado el equilibrio y que no tengo arte para andar con tacones (y a estas alturas tampoco ganas) o patinar. El arte musical lo intento porque tengo buen oído pero soy negada para el baile; y, definitivamente, no me he ganado la vida con mi arte porque no lo tengo, ni me he traumatizado por ello a pesar de las miles de veces que oí a mi alrededor aquello de « pero qué poco arte tienes! » Sobre todo porque los de mi generación éramos niños a quienes para traumatizarles por algo había que perseguirlos a hachazos, o hacerles cosas muy gordas, bastante más que rebajarles el ego negándoles la vena artística. 

    Pero yo sé que sí tengo un arte, uno muy pequeño, y bastante poco valorado, que es el de la conversación. Mis amigos saben que a cualquier hora del día, café o caña de cerveza mediante pues para las copas ya se me pasó la edad, pueden acudir a mí que soy toda oídos y con las mismas, toda respuestas, incluso para lo que no me preguntan. Como no quiero lápidas en cementerios ni tumba que requiera lápida, no habrá inscripciones que me sobrevivan, pero si fuera necesario tener una, quisiera que dijera  "aquí yace nuestra amiga, con la que tanto hablamos". Comprendo que mis cohabitantes y colegas cercanos de vez en cuando se cansen de mi verborrea incontenida, pero también me queda la esperanza de que algún dia me echen de menos. 

    Y como esta pasado semana no he publicado nada les voy a revelar donde me he metido: ni más ni menos que en una conversación. Una conversación que sostengo con una amiga del alma que ha venido a visitarme, a quien llevo 25 años esperando por estas tierras septentrionales que habito y a quién por fin he convencido para venir a verme y proseguir las muchas conversaciones que tenemos durante el año por todos esos medios modernos que serán geniales pero que jamás de los jamases remplazarán el placer de hablar y hablar sin contar las horas, ni los minutos con quien  se aprecia mirando a los ojos y sin pantalla por medio. Las amistades, como los matrimonios, como ciertas relaciones paterno-filiales o fraternales, son largas conversaciones que no siempre es fácil mantener; y que hay que alimentar y reavivar, porque el perderlas, duele.

    Esta semana he conversado horas y horas, unas veces en la cocina de mi casa, otras, caminando bajo la lluvia, o frente a una cazuela repleta de mejillones. Hemos conversado hasta que nos dolieron muchas noches las posaderas de estar sentadas o hasta que nos dolieron las piernas de tanto andar. En todas esas horas, jamás he mirado el  teléfono ni una vez, y el reloj en contadas ocasiones. la buenas conversaciones, esas que duran años y que sólo interrumpen las distancias kilométricas, que no las sentimentales, envejecen igual que el buen vino. Son mejor terapia que muchas curas modernas de esas que dicen que hay que mirarse el ombligo y concentrarse en uno mismo; porque el arte conversador requiere algo importantísimo que se nos está olvidando en este mundo de pseudomédicos, terapias alternativas y manuales de autoayuda: interesarse por la persona con la que estamos conversando, que no somos nosotros mismos.

    Las buenas conversaciones, que son sanadoras, solo las interrumpe la muerte, que no la ausencia. A las malas, con un Whatsapp  les basta. Feliz semana para todos.





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