domingo, 3 de abril de 2016

Alma de Fado


    En estos días pasados, yo debería haber escrito más que los guionistas de televisión: estaba de vacaciones, hice un pequeño viaje dentro de ellas, estaba en mi casa del pueblo (recuerdan? la que no es casa ni está en un pueblo) y había comprado todas las papeletas posibles para ser feliz durante dos semanas. Resulta que las cosas pasaron donde yo no estaba pero estoy casi siempre,  y lo que pasó me llenó el alma de amargura y la cabeza de negros pensamientos. Ya he escrito sobre ello en mis últimas dos entradas, les ruego las repasen, no me apetece volver sobre el tema, aunque ya verán como tarde o temprano vuelvo a sacarlo a colación.

    Quisiera poder hablar de las hogazas de pan que compro para desayunar, que fotografío puntualmente y son la envidia de mis amigos cuando las publico en Facebook; quisiera poder hablar de mi tierra, de sus álamos de la orilla del río y de las encinas que alimentan esos gorrinos que luego me sirven durante el invierno como antidepresivo: ya ven ustedes, no soy vegetariana y, además, me compro al año varios jamones de bellota que me sirve mi chacinera María Jesús, a quien si ustedes no conocen, deberían conocer. Quisiera hablar del tiempo que paso con mis hijos, ahora que se me están escapando de las manos; con mi marido, con quien llevo un cuarto de siglo conversando en un siglo donde ya no conversa nadie; de las canas que vamos criando mis hermanas y yo  y de las manos de mi madre, arrugadas y huesudas, manos que me cambiaron los pañales y que ahora están ya para otros menesteres menos esforzados. Quisiera hablar del sol de la Meseta castellana, de lo que me revientan los nazarenos por las calles, de los pimientos que hace mi amiga Merce en su bar,  y del calor de mis amigos, de mis hermanas, y de todas esas personas sin las que ya no sé vivir. 

    Y no he podido contarles nada de eso porque tenía el cerebro acorchado y una neurona habilitada, que he tenido que usar cada día para hablar con Iberia y con unas amables (sólo a veces) señoritas que están respondiendo desde algún paraíso con palmeras (y cobrando dos perras, también es verdad) y que no sabían decirme dónde, cuando y a qué hora iba a aterrizar mi avión de vuelta, porque los desalmados en busca de las vírgenes prometidas por su dios han destrozado el aeropuerto de la ciudad donde vivo. Cruel destino el mío: yo siempre quise vivir, por encima de otras muchas cosas, en una ciudad con aeropuerto; ahora que ya lo había conseguido, parece que pasaré una larga temporada volando desde unos lugares bastante incómodos. Francamente, ya sólo por esto les deseo a los terroristas que, si han llegado al paraíso ese de las vírgenes prometidas, éstas, que no serán vírgenes porque ya no quedan,  les contagien alguna gonorrea acompañada de unas hermosas ladillas...Como poco. 

   Y quisiera haberles contado que he visitado Oporto, una ciudad triste y bonita, llena de vino del mismo nombre y de portugueses amables, silenciosos y serviciales,  que no tiran colillas al suelo, no gritan en los bares y te dan las gracias como si les fuera la vida en ello. Una ciudad que ve a mi río Duero, ese que decía Gerardo Diego "que nadie a acompañarte baja" perderse dentro de la mar océana. Ni todo el excelente vino que me he bebido allí ha servido para ahogar la pena que llevo por dentro de pensar que el maravilloso mundo que me vio nacer se está convirtiendo en una bola de fuego llena de gente rencorosa e iracunda dispuesta a cargársela y a morir matando, que ya es una manera absurda de morir. 

    Que la religión es el opio del pueblo no es sólo una frase histórica de Marx, sino un hecho probado. Y que yo, en estas vacaciones que me prometía llenas de calor, de sol y de alegres reflexiones he descubierto mi alma de Fado, es otro. Y mañana, a trabajar en esos lugares peligrosos que yo frecuento, y a desear que los envenenados por la religión, la intolerancia y el fanatismo ciego mueran de un buen cólico que les provoquen sus propias ideas.
   

1 comentario:

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