viernes, 25 de marzo de 2016

La procesión va por fuera

   Cuando les cuento a mis hijos cómo eran las semanas  santas de mi infancia, les cuesta creer que yo haya nacido en el siglo XX que, de todos modos, para ellos es el siglo pasado. No dan crédito a esas historias que hablan de cines cerrados o poniendo Quo Vadis, de iglesias que se visitaban mañana y tarde, de viernes sin comer carne y de radios y televisiones con oficios y música clásica. A decir verdad, a mí misma me cuesta creérmelo. Con aquel panorama, ver procesiones, aunque fuera en su escuálida y austera versión castellana, era casi, casi un jolgorio. 

    Jolgorio que no comparto, porque nunca me han gustado los desfiles, sean de militares, de nazarenos, de majorettes o de falleras. La idea de mucha gente junta marcando el paso me da cierto repelús...No sé si me entienden. Para colmo, la versión nazarena de los desfiles, lleva a sus protagonistas vestidos con unos trajes que, desgraciadamente, a mí me recuerdan al Ku Klux Klan, y La cabaña del Tio Tom fue uno de los libros favoritos de mi infancia;  así que hay algo irracional, o sentimental, o epidérmico, o como ustedes quieran llamarlo que me impide disfrutar de las procesiones. El repique de tambores tampoco ayuda, soy enemiga del ruido gratuito, qué le vamos a hacer. 

    Las Semanas Santas que recuerdo con más cariño son las que pasaba en el campo extremeño con mis abuelos, tíos y una larga retahíla de primos ( Todojuntismo español, ya ven qué buen ejemplo) donde daba igual que en la televisión no pusieran nada porque ni teníamos televisión. Las siguientes más felices fueron hace no tanto, cuando cada año durante unos cuantos, visitábamos con nuestros hijos, muy  pequeños entonces, una isla del archipiélago canario. Eramos vulgares turistas extranjeros en busca de sol y playa, gente que huía del norte lluvioso para secar los huesos y cargarnos de vitamina D para lo que quedaba del invierno, que en aquellas latitudes tiene el mal gusto de prolongarse hasta julio.

    Como muchos de esos turistas que, desgraciadamente, estaban en el aeropuerto de Bruselas este martes. Esa gente que veo tantas veces al año con maletas desmedidas, que salen de casa ya con la chancla puesta aunque estén a bajo cero porque cuando llegan a su lugar de destino se tiran al mar incluso antes de  ocupar su habitación de hotel. Como muchos de nosotros, expatriados que vivimos tanto en los aeropuertos como en nuestras casas; como ésta que suscribe y escribe estas líneas que ustedes leen, pero no no ven que van  mojadas de lágrimas que van cayendo por cada una de las fotos de las víctimas que me enseña la prensa; por suerte ninguna conocida de primera mano y,  por desgracia, tan cercanas como si cada una de ellas fueran parte de mi vecindario. 

    Estoy pasando esa semana que tantos llaman equivocadamente de Pasión (lo siento, para mí la pasión va por otros derroteros que no tienen coronas de espinas ni clavos sangrientos) en la ciudad donde nací, que no es la ciudad donde vivo y donde, ahí sí, la sangre ha corrido abundantemente gracias a la pasión falsamente religiosa  de algunos, a la intrasingencia de muchos y a la pobreza de tantos que,  otros, ciegos de poder y de riqueza fácil, no acaban de ver.  Dentro de un par de horas una banda de cornetas y tambores va a romper el silencio donde les estoy escribiendo para sacar otro paso sangriento a la calle acompañado de seńores con cucurucho. En este caso y este año en particular, la procesión va por fuera, el dolor por dentro. 

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