martes, 22 de marzo de 2016

En esa ciudad, que también es mía.

    Hoy toca salir del armario. Durante los cuatro años que llevo escribiendo en este blog, he intentado no dar más datos propios que los indispensables, entre ellos mi lugar de residencia. Pero hoy, la negra zarpa de la muerte se ha cebado con la ciudad donde vivo, no creo que haga falta decir mucho más.

    Pues sí, amigos lectores, desde hace veinte años vivo en esa ciudad de la que salgo corriendo en cuanto puedo porque no soporto su clima, su cielo gris y su lluvia pertinaz. En esa ciudad donde los taxis son impagables y los taxistas antipáticos; donde los atascos de tráfico se cuentan por kilómetros y la contaminación ambiental es una vecina más. Vivo en esa ciudad donde las tiendas cierran a unas horas imposibles por tempranas, donde el pan se acaba en las panaderías a las dos de la tarde y donde las patatas fritas (deliciosas por cierto) son un plato nacional y además, de vez en cuando, la cena de Angela Merkel. 

    Vivo en la ciudad a la que todos los europeos le echan  la culpa de sus males, ya sean agricultores que no cobran subvenciones o alternativos que aún no han comprendido que esa "casta de burócratas"  de las instituciones europeas no trabajan para fastidiarlos, sino para acabar con injusticias como el roaming o para llevar la ayuda humanitaria hasta los campamentos de refugiados. Vivo en la ciudad de los diecinueve ayuntamientos y los tres o cuatro parlamentos, de las dos lenguas oficiales y la gente callada. 

   Pero también vivo en la ciudad donde me enamoré hace veinticinco años y de donde saqué un compañero para la vida, el mejor que me podía tocar. La ciudad donde, por circunstancias excepcionales no nacieron mis hijos, pero donde los he criados en unas guarderías fantásticas, curados por una pediatra excepcional y donde van a un colegio del que tantas veces despotrico gratuitamente, pero que ya lo hubiera querido yo para mí. Vivo en la ciudad donde, sin discusión se hace el mejor chocolate del mundo, el único dulce por el que pierdo la cabeza. Vivo en una ciudad cuya imperfección estética la hace estéticamente bella, donde los jardines le ganan la partida al asfalto y donde los cerezos japoneses florecen una vez al año, en esta época precisamente. Vivo en una ciudad donde nadie es extranjero, y todos somos ciudadanos; donde las viejecillas llevan platos de albóndigas a los refugiados que hacen cola en la oficina de extranjería y donde cualquiera es bienvenido sin mirar su lugar de origen. 

    Esa no es la ciudad que me vio nacer, pero ha sido la ciudad que me ha visto crecer, ser persona adulta, madre, funcionaria y en definitiva, ser algo mejor de lo que era...O eso me parece a mí. Esa ciudad no se merece lo que le està pasando, sus ciudadanos tampoco. Y si Dios existiera, no permitiría que nadie se matara en nombre de Dios. Les dejo una canción de regalo, aunque no esté la cosa para músicas. 

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