martes, 16 de octubre de 2012

Padres en patera

    Me pregunto cómo se siente un pobre emigrante subsahariano dentro de una patera que hace aguas por todas partes, sin saber nadar y en medio del oleaje del Estrecho. Me imagino su sensación de alivio cuando toca tierra, aunque no sea más que un alivio pasajero, prólogo de penalidades mayores. La patera es un vehículo endeble e ingobernable, y con todo es el único que tienen muchos desheredados para salir de su miseria después de una o varias noches de zozobra en alta mar; hay que tenerlos bien puestos para subirse a una de ellas, o mucha hambre y muy poco que perder, o todo junto. 

     No piensen que les voy a hablar de la emigración, hoy no toca, pero me parece que la patera es una buena imagen para hablar de la adolescencia, ese Estrecho de Gibraltar por el que todos hemos pasado y por suerte se nos olvidó, y que nuestros críos nos recuerdan cuando les toca a ellos atravesarlo. El problema actual es que ya no me queda muy claro quienes van montados en la patera, si los afectados por la tormenta hormonal o sus sufridos padres.

    Creo haberles dicho lo que sigue ya alguna vez en este mi espacio de quejido y preguntas existenciales, disculpen la repetición en ese caso: yo, que he hecho dos carreras, un máster, una tesis doctoral y una oposición, creo sinceramente que criar hijos y tratar de no equivocarse es mucho más difícil que recolectar toda la lista de títulos anteriores. Y que me perdonen mis padres, de quienes creo haber recibido una educación más que correcta: antes era mucho más fácil no equivocarse que ahora. Reto a cualquiera de los que educaron a mi generación a que vuelvan a intentarlo en un mundo invadido por teléfonos inteligentes, pantallas de ordenador, parejas divorciadas, familias recompuestas, padres que se creen los mejores amigos de sus hijos e hijos que tienen la llave de casa y marcan los horarios antes de que les brote el primer acné.

    No soy nadie para dar consejos, pero por lo que puedan valer, hay ciertos principios a los que me aferro en esto de la lucha contra los seres hormonales, y el primero de todos es la autoridad; pero no la de mandar y conjugar todos los verbos en imperativo, sino la "auctoritas" romana, aquella que heredamos del imperio como tantas otras cosas y que se define como "la capacidad moral para emitir una opinión cualificada sobre una decisión". Huelga decir que el senado y el pueblo romano aceptaban las decisiones de la "auctoritas" sin rechistar. Finalmente esta autoridad así entendida es la que da a la edad y la experiencia cierta supremacía sobre los impulsos de la juventud. Aunque ellos no lo saben, nuestros herederos adolescentes necesitan esa autoridad, nos sólo para no meter la pata ni sobrepasar ciertas líneas rojas que no deben cruzar, sino sobre todo para que ellos mismos puedan formarse su propia "auctoritas", algo que les será de mucha utilidad para navegar por la vida. No hay nada peor que un niño que crece rodeado  de adultos  que se comportan como niños.

   Y este  principio de autoridad requiere intervenir, actuar, pasar malas noches, dialogar y tantas veces litigar, disentir lo necesario y levantar la voz más de una vez y decir hasta aquí hemos llegado; o como decía mi padre con un refrán muy tonto pero lleno de sentido: "cuando seas padre comerás huevo". Una sociedad llena de adolescentes que no dejan de serlo no es sostenible a largo plazo.

    Hay otra posibilidad: quedarse quietos y escondidos en el fondo de la patera esperando a que la ola pase por encima y limitarse a achicar el agua: hacer de Don Tancredo, vamos. Para ello les propongo que imiten a nuestro presidente del gobierno, Tancredista por antonomasia, que permanece quieto y escondido dentro de esa enorme patera a la deriva que es España. Quizás cuando tenga hijos adolescentes (los suyos son pequeños aún) les aplique la misma técnica. Quizás el Tancredismo sea una forma de andar por la vida, yo prefiero la acción, francamente, porque ya lo he dicho muchas veces: no soy una persona Zen.

No hay comentarios:

Publicar un comentario