viernes, 29 de noviembre de 2013

Dientes de acero

    Esta mañana temprano sonó mi móvil (ni que decir tiene que como es táctil no llegué a tiempo de sacarlo de la funda y descolgar) y ante mi sorpresa vi que la que llamaba era la antigua pediatra de mis hijos. Me hizo gracia la situación, porque en otros tiempos no tan remotos, era yo la que la  llamaba a ella (con mi teléfono de teclas) a esas horas madrugadoras, después de una noche de fiebre y toses y con la urgencia de pensar quién se quedaba con la fábrica de mocos, perdón, con la criatura, porque yo me tenía que ir a trabajar; buen ejemplo éste de cómo da vueltas la vida. Huelga decir que, en aquel entonces, yo consideraba que no había persona más imprescindible en mi existencia que el pediatra; e incluso tuve dos, uno aquí y otro en la madre patria, y ambos son, después de muchos años de tratar y curar a mis hijos, no sólo excelentes médicos, sino además, con el paso del tiempo, buenos amigos. 

    Pues hete aquí que esta mañana, mi adorada amiga pediatra me llamaba para hacerme una consulta a propósito del ortodoncista que, pasados los tiempos de las fábricas de mocos a granel y de pillar todo cuanto con nombre de virus  traspasaba la puerta de mi casa, es el personaje paramédico fundamental de nuestra existencia familiar. Me encantó compartir con ella toda mi sabiduría ortodontística y sobre todo, poder ayudarla después de tantos años pidiéndole yo ayuda a ella.
    Este señor ortodoncista que le recomendé a mi ex-pediatra, ya me enderezó a mi lo enderezable recién cumplidos los cuarenta y encaminada a ser una vieja desdentada por culpa de unas malas encías; y ahora se ocupa de alinear los caninos de mis hijos, que como todos los hijos del siglo XXI, tendrán una dentadura perfecta porque hay una legión de ortodoncistas que se encargan de meternos miedo a los padres diciendo que si no lo hacemos (y vaciamos en consecuencia nuestros bolsillos) nuestros herederos se convertirán en la segunda edición de Nosferatu, tendrán un trauma insuperable y por ello, se convertirán en asesinos en serie cuando sean adultos. No sé cómo somos capaces todos de caer en la trampa, cuando mirando a nuestro alrededor y entre los de nuestra edad, no vemos más que paletas salientes y separadas, colmillos montados sobre el incisivo de al lado y muelas del juicio que hay que quitar por falta de sitio; será que el miedo escénico a las dentaduras torcidas ha arraigado con fuerza entre nosotros, como no lo hizo con nuestros padres. Y eso que yo puedo decir, para descargo de los mios, que se preocuparon por mi dentadura desordenada y tuve un aparato a los quince años, aunque aparentemente fue una tomadura de pelo, porque hizo falta poner otro 25 años más tarde...

    Ahora los ortodoncistas son unos señores muy competentes que te reciben en unas consultas impolutas que parecen a veces platillos volantes; donde te presentan presupuestos millonarios para dejar a tu prole con una sonrisa como la de George Clooney o la de Angelina Jolie. Suelen salirse con la suya en los dos supuestos: el de dejarte con la cuenta corriente tiritando y el de poner los dientes en fila india. Por el camino, quedan muchos días batallando con los herederos para que no se quiten el aparato (cuando es móvil) y para que se laven los dientes más de lo que acostumbran (cuando es fijo); muchas horas pasadas en las salas de espera, donde curiosamente en vez de tener el "Hola" y similares, sólo tienen folletos de varias páginas anunciando tratamientos blanqueadores y ortodoncias invisibles; muchos pagos a plazo o al contado de cantidades que, si las ponemos todas juntas nos darían para unas buenas vacaciones y muchas ganas de terminar con este suplicio en forma de acero y plástico rosa que adorna todas, y digo bien, todas las bocas de nuestros adolescentes.

    Esperemos que el día de mañana, todas estas bocas remozadas que hemos pagado a millón, se dediquen a ofrecernos las mejores de sus sonrisas cuando nosotros, sus progenitores de dientes amarillentos y torcidos en muchos casos, estemos sólo para sopitas! De ilusión también se vive.


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