martes, 15 de diciembre de 2015

Dos señores cabreados

    Esta vez, también soy yo uno de esos miles de indecisos (el 31% del censo a día de hoy) que no sabe qué hacer con su voto; aunque por mor de mi extranjería, haya tenido que decidirlo hace dos días, bastante poco convencida, en el fondo. Desde hace semanas me he tragado toda la información electoral que he podido digerir en los cuatro o cinco periódicos que me leo al día; todos los debates electorales y las entrevistas con los futuros candidatos incluidas las de Bertín Osborne. No esperé hasta la pelea a garrotazos de anoche porque me temía que si esos dos señores que ayer decían debatir y que, en realidad no hicieron más que enfurruñarse, tenían que esclarecerme el camino, acabaría votando en blanco, cosa que no pienso hacer porque una de las pocas cosas en las que aún tengo fe ciega es en la democracia y en la certeza de que un hombre, un voto.

    Muchos de mis amigos, parientes y conocidos siguen empeñados en decirme que  no conozco la realidad española porque no vivo allí, no se si esperando que desista de mi empeño de votar y a veces dudo si me creen cuando afirmo que me importa, y mucho lo que le ocurra a mi país; la verdad es que hace años que he decidido no entrar al trapo de ese debate. Conozco España mejor que muchos políticos en campaña, con la salvedad de unas poquísimas provincias. A pesar de 25 años de expatriación, sigo siendo contribuyente fiscal, no he dejado de votar ni una sola vez de las que me han correspondido; me gasto allí durante las vacaciones (prácticamente el único momento en el que gasto) lo que gano aquí y es más, trabajo en una institución internacional donde una de mis tareas es defender a capa y espada la lengua española que, visto lo visto, es una de las pocas cosas de nuestro patrimonio nacional que   no nos pueden esquilmar esta panda de gobernantes chorizos que tenemos. Sólo me queda decir algo así como "me duele España", pero eso ya lo dijo Unamuno hace más de un siglo y con más autoridad que yo.

    Pero en el fondo sí, me duele España, aunque le pese a quienes me acusan de hablar desde la placidez del exilio voluntario. Me duele esa España hecha de gente buena y lo suficientemente inocente como para pensar que los gobiernos arreglan la economía, algo que a día de hoy depende de fuerzas e intereses que están muy lejos de nuestros gobiernos, meros capeadores del temporal. Me duele esa España llena de jóvenes con títulos universitarios inservibles, que creen saber mucho de algunas cosas y muy poco de casi todo y que, a pesar de lo que se diga, siguen sin saber inglés. Me duele la España de los hospitales decrépitos, la de los profesores mal pagados, la de los banqueros chupones y los viejos estafados por las preferentes, la de los investigadores que se van a USA a poner en práctica lo que aprendieron en otra España que era más considerada con el saber científico. Me duele la España de los museos faraonicos, los campos de golf a granel y las costas alicatadas hasta la marea alta. 

    Y aún con todo ese dolor, ayer vi, en compañía de mi heredero, que sólo es español al 50% pero interesado como el que más, a dos señores cabreados discutiendo en la televisión que pagamos todos como si estuvieran peleando por un paquete de canicas en el patio de un colegio. Me duele que esa televisión a la que contribuyo, no le dé cancha a otros señores más novedosos que, quién sabe, a lo mejor traen ideas que merece la pena considerar para el desaguisado que estos dos y sus predecesores llevan veinte años cultivando. 

    Vayan a votar el domingo a pesar de todo; miren que es la única oportunidad que tienen durante cuatro años de ser gobernates por un día y piensen,  un momento antes de meter la papeleta en el sobre, hasta qué punto les duele España. Quizás sea una buena manera de salir de la indecisión.

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