miércoles, 2 de noviembre de 2016

Un cucurucho de patatas fritas (La chica de ayer, 3)

  Su padre lo hacía todo a primera hora de la mañana: a quien madruga Dios le ayuda, repetía como un mantra las dems horas del día. Y ella creía lo que decía su padre, a pesar de que era dormilona como la que más, aunque también un rabo de lagartija, que temía siempre que en  las horas de sueño se estaba perdiendo acontecimientos inauditos y cosas miles que pudieran suceder mientars dormía. 

    En el mes de verano que pasaban en un lugar más abajo de la Mancha llamado Torremolinos, que su padre despreciaba y decía que no le llegaba ni a la altura de los tobillos a la Meseta de Castilla, la lonja del pescado y su actividad mañanera eran el aliciente para que padre e hija madrugaran y salieran de casa temprano, a eso de las ocho, cuando hasta lugares como Torremolinos adquieren cierta belleza que a otras horas del día les falta. Allí, además de hacer la compra para su madre y quién sabe cuantas vecinas veraneantas, veían descargar atunes, pescadillas, peces espada, boquerones y chanquetes, calamares, gambas,  langostinos y quisquillas, sardinas y jureles  y todo lo que el mar puede poner sobre mesa veraniega de unos castellanos viejos. Y aún había màs: después de la lonja, o antes según horario, el padre y la hija iban a desayunar a un bar, del que frecuentemente eran los primeros clientes. Churros en abundancia para ambos, una leche manchada para el padre y un zumo de naranja para la hija, aún pequeña para el café.

    Una vez hecha la compra y templado el estómago, aún quedaba tiempo para un pequeño paseo por las calles desiertas y recién regadas de un Torremolinos que despertaba poco a poco y se poblaba de puestos de collares y baratijas, sillas y mesas de terrazas, y de suecos y holandeses de medidas descomunales que no iban a desayunar, sino que volvían de fiesta y se sentaban en las terrazas con un cucurucho de patatas fritas, curiosamente rematado por un pegote de mayonesa. Gran sorpresa para la niña, que hasta entonces solo había consumido las patatas fritas en compañía de un filete con la inexorable regla matemática de la proporción inversa: a más patatas, menos filete, y viceversa.

    Años después, la niña se ha ido a vivir a un país donde las patatas fritas se despachan por la calle en esos cucuruchos de papel con su correspondiente pegote de mayonesa, o de una salsa que inexplicablemente ellos llaman "andaluza". Los churros y las visitas mañaneras a los mercados de abastos son su magdalena de Proust, que saborea con deleite al menos una vez al año. Y en estos días de santos y difuntos, se pasea con su familia por esas playas de su infancia, donde los extranjeros ya son tantos como los nacionales, corren por las mañanas para no engordar, se han acostumbrado al olor de las sardinas  y comen las patatas fritas con sus correspondientes filetes. Cuando España era diferente, a aquella niña que se asombraba por todo le parecía que había que salir a conocer lo que era distinto de verdad. Ahora que todos queremos ser globalmente homogéneos, la niña, que ya es una señora màs o menos entrada en años,  desearía volver al asombro, que es una sensación que está
perdiendo. 

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